Caprichos de Salta: El Látigo
Salta está llena de caprichos, todos ellos recorren cada uno de los rincones de nuestra ciudad para algunos de manera inadvertida y para otros no. No te pierdas una nueva entrega de la ficción de Javier Camps en InformateSalta.
Las historias de terror que no son cruzadas por el pensamiento mágico, aquellas que son posibles en las cercanías de nuestras vidas, son las que más inquietan. No es lo mismo que el agente del pánico sea un sujeto de características fantásticas, sobrenaturales, a que sea uno que forma parte de la realidad que nos abraza cada día.
La naturaleza es implacable, si se la desobedece, ella, se vuelve cruel y genera heridas que no cierran con facilidad, que supuran permanentemente, hasta que la profundidad del tiempo las va deformando en el recuerdo y el olvido las cauteriza, transformándolas en horribles cicatrices que producen fascinación pero, como no duelen, no sirven más que como una trampa que propicia la repetición de la tragedia. El olvido es una condena que perpetúa la posibilidad del error. La gente que milita el olvido está encerrada en una habitación oscura donde siempre se tropieza con el mismo mueble, al que culpa por su desgracia… porque ya ha olvidado tantas veces que, también, ha olvidado su torpeza… esa, que ya no siente como propia.
Todo comenzó cuando desde la tupida maleza de un campo salió un quejido, un llorisqueo de perro. Por ahí pasaba una niña. La niña Farah. Ella se asomó al nido de pasto donde estaba echado un escuálido perro negro. Era un cachorro, ya grandecito, enroscado en sí mismo, temblando. Tenía el hocico atado con alambre. La chiquita, que estaba cerca de su casa, llamó a su padre; quien socorrió al animal; le cortó el alambre con un alicate, liberándolo de la cruel tortura. La marca de ese bozal de alambre lo acompañará para siempre. Desesperado, el can, tomó agua como quien se aferra, con apuro, a lo poco de vida que le queda a su alcance. Inmediatamente la vomitó y volvió a beber. Se sentó. Lo acariciaron. Le dieron de comer. Volvió a vomitar. Se recostó y se durmió profundamente. Dos horas después volvió a enterrar su hocico en el plato para alimentarse.
Pasaron los días y el perro, ya repuesto, demostró una alegría inconmensurable, una energía notable y un agradecimiento enternecedor. Los perros como las personas pueden recuperarse físicamente con rapidez pero su corazón, una vez dañado, no vuelve a ser el mismo nunca más. Ir a temprana edad hasta el borde la vida y volver al centro de la existencia no es para cualquiera. Quien lo hace, vuelve dotado de una fortaleza infrecuente; casi indomable se vuelve su cuerpo y su entusiasmo por la vida… su propia vida. Lo llamaron Látigo porque era tan negro y flaquito que parecía una lonja de cuero curtido.
Látigo, dueño de una vitalidad sobrenatural, comenzó a tener actitudes extremas. No dormía, comía con voracidad y empezó a mostrar un celo territorial considerable. Su gusto por los pleitos empezó a ser una preocupación. Pronto conoció la sangre. Comenzó matando gallinas y gatos, siguió con otros perros, cabras y hasta había desarrollado una extraordinaria habilidad para cazar pájaros. No hace falta decir que sus víctimas también eran su alimento.
Un vecino al cual, Látigo, le había diezmado el gallinero tomó la decisión de eliminarlo. Le tendió una trampa y lo encerró en un galpón varios días. Lo hambreó. Una semana después, una noche, metió al galpón a cuatro pitbulls. El hombre, tan sanguinario como látigo, planeo una venganza tan inentendible como incontrolable era el salvajismo del perro. Los alaridos, ladridos, quejidos y golpes que hicieron trizas el silencio de la noche, alarmaron a todo el pueblo.
Por la mañana, Farah buscó al perro, no lo encontró. Su intuición la llevó a una búsqueda desesperada. Cuando pasó cerca del galpón del vecino escuchó un quejido familiar; su memoria la retrotrajo al instante aquel en el que conoció al perro. Lo encontró otra vez. Abrió la puerta del galpón…la luz entró al lugar y alumbró a un Látigo maltrecho que salió cojeando y moviendo la cola. En el suelo estaban esparcidos huesos y cueros. Cuatro cráneos pelados, limpios y blancos mostraban una postal aterradora. El perro estaba bañado en sangre y en satisfacción. La niña lo abrazó y lo acarició. Cerca de ahí, el vecino vio la escena y entró en pánico, retrocedió y se tropezó, cayendo de espaldas… Látigo lo vio. Avanzó hasta el hombre caído y se le subió encima, le mostró los dientes en la cara, babeándolo. El sujeto lloró en silencio. El perro giró la cabeza y buscó la mirada de la jovencita; se miraron el alma, el uno al otro. Farah miró al vecino a los ojos y vio cómo es eso de sentir miedo de verdad; el tipo la miró pidiendo ayuda, clemencia o lo que sea… La nena quedó inmóvil; volvió a mirar a su amigo ensangrentado… entonces… bajó la cabeza, suspiró, giró y decidió irse…también decidió olvidar que estuvo allí…