Nacional18/03/2021

La historia de pobreza de Maia: su vida en la calle y la carpa que compartía con su mamá

Maia Yael Beloso no va a volver a casa porque no tiene casa. Vive en la calle. Duerme en la calle. Cuando los días son normales, descansa sobre un colchón de goma espuma dentro de una carpa junto a su mamá, Estela, respaldada por dos árboles bajos y delimitada por un perímetro constituido por una reja, la tela de un cartel, la lona de una pileta, un cobertor de nylon y dos acolchados -uno de rosas y otro de perros dálmatas-. El peso de dos tablas de maderas mantiene estirados los elementos que componen las paredes.

La carpa ahora tiene techo. El techo es la continuidad de la pared que se sostiene en una reja que divide el trazado de la autopista Dellepiane con el territorio del barrio, la villa Cildañez de Parque Avelllaneda. El techo es la tela gruesa de una publicidad estática recuperada de un baldío. Los acolchados, la lona vinílica de pelopincho y las otras “paredes” son también fruto del cirujeo. Antes, como lo simula un rancho aún más precario ubicado a 20 metros, la choza era un cuadrado de telas dispuestas sobre la periferia. Carlos Savanz, el secuestrador de Maia, lo reforzó: trajo maderas gruesas y largas, las ató a las paredes y las ubicó sobre los árboles y en el suelo.

Savanz consiguió también una mesa de madera, donde ahora descansa un papel higiénico, un recipiente de lata y alimentos no perecederos. Sobre la reja cuelgan un paraguas, prendas íntimas, una caja con un mate, una bombilla, yerba, azúcar, bolsas, botellas, paquetes de galletitas, un abrelatas, una toalla. Distribuida por la tierra del terraplén de la autopista crece un monte de ropa, pelotas desinfladas, un cuaderno, envoltorios aleatorios. Dentro de la carpa, subsiste más basura aparente: un encendedor, botines de fútbol, el esqueleto de una silla, cartas, juegos, juguete sin pilas, ojotas, útiles, un chupete.

La carpa está deshabitada hace tres días. Los vientos y las lluvias rompieron las paredes, que ahora no consiguen esconder el interior de la choza. Lo que hay no disimula basura y acumulación. No parecen ser los bienes, el patrimonio y los recursos de una familia. Maia nació y se crió ahí: en la casilla de la esquina de la manzana cinco de la villa Cildañez, a metros de la intersección de las avenidas Dellepiane Norte y Escalada. La zona es donde coquetean Parque Avellaneda, Villa Soldati y Villa Lugano, el sur degradado de la Ciudad de Buenos Aires.

En las casas, la gente vive. En las carpas, la gente duerme. Maia vivía en la villa y dormía en la carpa junto a su mamá Estela. Desde hace dos semanas, también junto a Carlos Savanz, un hombre ajeno, un externo del barrio. No lo conocía nadie. Los habitantes de la avenida Dellepiane Norte lo veían integrado al núcleo familiar de Maia y Estela. “Se manejaba como si fuese su padre”, afirmó una mujer que vive en esa arteria y que solicitó anonimato. El pensamiento común de la gente era de esperanza: “Al fin alguien que la ayude y que la quiera. Él tenía pinta de malevo, con la cara hundida, chueco y con el cuerpo arqueado, pero las defendía muchísimo a Estela y a la nena. No quería que nadie se acercara a ellas”, contó la mujer.

Carlos apareció de la nada. No sorprendió su presencia ni su permanencia en el círculo íntimo de la familia en situación de calle. Lo interpretaron como un hecho de teórica prosperidad. Estela es adicta al paco: sus vínculos podían hacerse o regenerarse con rapidez. Estela es también hija de la villa, víctima de la vulnerabilidad y de la pasta base. Una persona interesada en ella y en su hija podría llegar a ser algo extrañamente bueno.

El hombre desconocido jugaba con Maia. La alzaba, le hacía upa. Andaban en bici por las calles y por el terraplén que separa la calle de la autopista. En ese terreno amplio, con más tierra que pasto, Estela quemaba los cables para descubrir y vender cobre.