18 años de calvario: la niña que fue secuestrada, abusada y torturada por un macabro pedófilo y su esposa
Se cumplen doce años desde que Jaycee Lee Dugard volvió a ver la luz. Tenía 11 cuando de camino a la parada del micro que la llevaba a la escuela un auto frenó en medio de la ruta, bajó la ventanilla y terminó arrancándola de su vida para meterla en un mundo de violaciones y manipulaciones durante los siguientes 18 años.
Quienes manejaban por la carretera del pueblo rural Meyers, al sur de Lake Tahoe (Estados Unidos), eran Phillip Garrido y su esposa, Nancy Bocanegra. Se habían conocido en la cárcel. Él era un pedófilo con antecedentes y tenía en su historial abusos, violaciones y hasta había confesado que estacionaba su auto a la salida de los colegios para observar a sus víctimas.
Según los informes de la Justicia, tenía una “conducta sexual desviada y adicción a las drogas”. Además de su pedofilia y tendencia por las metanfetaminas, solía manifestar delirios religiosos. En 1988, Garrido había sido favorecido con libertad provisional y se mudó a la casa de su madre, quien padecía demencia senil. El violador debía ser monitoreado por la policía con una tobillera electrónica. Jamás sucedió o al menos no como debería haber pasado.
Tres años después de ser liberado, el 10 de junio de 1991, él y su esposa paseaban con total tranquilidad por la ruta de Meyers para arruinarle la vida por completo a una niña y a toda su familia.
Jaycee era hija de Terry y Ken Slayton, pero su mamá se separó de su papá incluso antes de que ella naciera, por lo que su siguiente pareja, Carl Probyn, se convirtió en su padre adoptivo. De tal unión, la niña tuvo otra hermana, Shayna, a quien le llevaba apenas dos años.
Esa mañana de junio, cuando la pequeña de 11 años caminaba como todos los días al autobús que la llevaría al colegio, su mamá partió con prisa al trabajo y a su cargo quedó su padrastro, quien le siguió el paso desde la ventana de la casa. Desde esa misma ventana, Carl lo vio todo. También lo hicieron sus compañeros que la esperaban en el micro.
Vio cómo inmovilizaban a su hija adoptiva con una pistola eléctrica, la agarraban y la metían adentro de ese auto gris, el que dio una vuelta en “u” y aceleró durante 240 kilómetros en un viaje que duró tres horas. Carl intentó seguir al coche con su bicicleta, pero en un momento dado se hizo imposible.
Como suele ocurrir en estos casos, donde se apunta a familiares -más aún si se trata de parientes no biológicos- Probyn fue apuntado en un primer momento por la desaparición de Jaycee (18 años después, cuando la joven apareció, su padre adoptivo confesó el sufrimiento por el que pasó al ser acusado de estar implicado en el secuestro de su hijastra). Pero también fue señalado Ken Slayton, quien ni siquiera sabía que tenía una hija porque su exmujer se lo había ocultado.
Apenas desapareció la niña, el pueblo empezó a llenarse de fotos con su cara marcada por su sonrisa y su pelo rubio; la zona se adornó también con cientos de cintas rosas, el color preferido de Jaycee. La familia nunca se cansó de buscar ni de insistir en la investigación, pero la negligencia de la policía fue abismal, dado que ni siquiera pensaron en que Garrido podía llegar a ser un sospechoso, cuando había sido favorecido con la libertad condicional apenas tres años antes.
Los llamados telefónicos a la casa sobresaltaban a Terry, quien se desesperaba por imaginarse que podría ser su pequeña. Pero algunos provechosos anotaron su número para hacerle a la madre bromas de mal gusto y brindar pistas falsas que lo único que conseguían era angustiarla más aún.
A tres horas de donde la niña debería haberse subido a su micro escolar para asistir a clases se encontraba el condado de Contra Costa, un lugar que se convertiría en su cautiverio durante sus siguientes 18 años.
No tuvo que pasar mucho tiempo para que Garrido descargara con Jaycee su lado más perverso. Tampoco hace falta especificar los abusos y violaciones a los que el pedófilo sometió a la inocente pequeña, quien en testimonios posteriores describió con detalle lo que sintió en esos momentos: que se iba a partir en dos.
Su único pasatiempos era mirar televisión en un solo canal, donde miraba las series “¿Quién es el jefe?” y “La doctora Quinn”. De una de las protagonistas del primer programa, la víctima tomó su nuevo nombre, Alyssa, dado que sus captores se negaban a llamarla Jaycee. Una estrategia bastante inteligente para evitar ser descubiertos.
Pero no fue solo la astucia del violador y su esposa la que les permitió salir invictos durante tantos años, sino que resulta inconcebible pensar en el rol poco acertado de la policía, que visitó hasta sesenta veces la casa del convicto, quien debía cumplir con la prisión domiciliaria y seguía con la tobillera con GPS que los oficiales chequeaban cada tanto. Lo que no advirtieron era que en su casa vivía también una pequeña que fue creciendo hasta convertirse en una adulta, incluso cuando unos vecinos habían denunciado que en el jardín había niñas que no eran de la familia.
Garrido forzó la adultez en una pequeña que debería haber estar jugando con sus compañeros en la escuela y, producto de las violaciones, la embarazó a sus cortos 13 años. La pareja se lo contó a Jaycee cuando ya llevaba cuatro meses de embarazo y la soledad la obligó a aprender aunque sea un mínimo concepto sobre maternidad a través de los programas televisivos que miraba.
Según declaró después, ella vivía en su propio mundo. Es que para sobrevivir a tal realidad era mejor abstraerse de todo. Pero Dugard también rememoró: “El abuso físico era todo lo que conocía”. Y en la misma línea expresó: “A medida que pasó el tiempo me acostumbré a todo tipo de cosas”.
El secuestrador volvió a violar y embarazar a su víctima y fueron entonces dos las niñas que a sus 16 años Jaycee tenía a su cargo. Sus hijas significaban para ella la única razón para no volver a sentirse sola nunca más. Aunque a su alrededor el ambiente seguía siendo tan terrorífico como al principio.
El nacimiento de las bebés empezó a darle mayor aire a Jaycee, quien ya podía salir al jardín de la casa, aunque los secuestradores habían construido una especie de valla más alta para que desde afuera no se alcanzara a ver lo que sucedía allí.
La adolescente empezó a diseñar las tarjetas de una imprenta montada por Garrido y, a su vez, se encargaba de atender a los clientes por teléfono. “Estaba a un click de localizar a mi madre”, confesó la víctima más tarde. Pero no lo hizo.
Un día, el captor fue impulsado por uno de sus delirios para repartir panfletos religiosos a los estudiantes de la Universidad de California. Para hacerlo, pidió permiso a una de las autoridades de la institución a la que se acercó junto a las dos hijas que había tenido con Jaycee. Corría el 24 de agosto de 2009.
La actitud del hombre y de las pequeñas llamó la atención de los empleados de la universidad. Era todo muy sospechoso. Por eso, luego de que volvieron al establecimiento al día siguiente, Garrido fue citado por la policía.
Cuando les preguntaron a las chicas cómo se llamaban, Jaycee no pronunció aquel nombre que había tomado de la serie de televisión, Alyssa, sino que dijo el verdadero. Pero los oficiales no la escucharon bien y le pidieron que lo repitiera. Ella no pudo hacerlo. Para eso, pidió lápiz y papel y lo escribió: “Jaycee Dugard”.
Recién ahí la policía reaccionó. Estaban frente a la joven que había desaparecido cuando era una niña, y frente a sus dos hijas producto de la violación de su secuestrador. Pero solo cuando ella confesó la verdad las autoridades se percataron de a quién tenían pocos metros.
Aquel 26 de agosto de 2009 en la casa de Terry Probyn sonó el teléfono. “No me hagas esto. No es gracioso”, respondió la mujer acostumbrada a las bromas de mal gusto. Pero del otro lado del teléfono se escuchó: “Mamá, soy yo, Jaycee”. Y a la señora a quien le habían arrebatado a su hija durante 11 años le volvió el alma al cuerpo.
Por la deficiente actuación de la Justicia, la joven denunció al estado de California por lo que recibió una compensación por 20 millones de dólares. Garrido, por su parte, fue condenado a 431 años de prisión y, Bocanegra, a 36.
Jaycee participó de diversas entrevistas, donde contó sus traumáticas vivencias. Además, escribió dos libros: Freedom: My Book of Firsts y Una Vida Robada. Además creó la Fundación JAYC, que busca acompañar a las familias que vivieron situaciones traumáticas. Hoy tiene 41 años y cumple 12 de libertad después del período de su vida en el que estuvo 11 atrapada entre cuatro paredes producto de la negligencia de la Justicia. /La Nacion