Con los años, sucede un fenómeno que puede explicarse de muchas maneras, pero que no deja, en el fondo, de evidenciar la profunda crisis que venimos arrastrando y que se revela de manera brutal cada tanto. A la par, ocurren dos situaciones: la violencia social termina naturalizándose y, por otra parte, el hecho más conmocionante es tapado, a su vez, por otro acontecimiento trágico que quiebra a una familia. Es el caso del adolescente asesinado en Buenos Aires en el intento por robarle su bicicleta y su celular. Podría haber sido otra cosa de interés para el ladrón, un par de zapatillas, a lo mejor. Ese es el peso que tiene la vida de una persona en nuestro país.
No hay forma de contener el dolor de las personas allegadas a una víctima ante semejante acto delictivo. Pero hay razones que pueden buscarse en el sistema de instituciones que deberían dar una respuesta fría, desapasionada y arbitraria, según las normas que nos conducen como sociedad. Una, por prevención y actuación inmediata ante un hecho de inseguridad, es la Policía. La otra, por excelencia y por responsabilidad, es la Justicia. En ambas instancias, no pueden tirarse la pelota. Los funcionarios tienen que hacerse cargo de reducir el nivel de vulnerabilidad ante el delito. Y los jueces, obrar para que las víctimas sean reparadas en este corte del vínculo sobre el que pende, ni más ni menos, una persona cuando es violentada.
Es probable que, con el tiempo, nos olvidemos cuál era el nombre de este chico que tenía toda una vida por delante, a pesar de las manifestaciones para pedir que su muerte se encamine hacia lo justo. Luego, quedan algunas preguntas que sólo muestran lo deteriorados que estamos a nivel social.
Fuente: El Sol Mendoza