Ni demoníaco ni monstruoso

Una reflexión sobre los paros, cortes y reclamos que casi todos los días nos invaden a los argentinos.

Opinión 14/04/2017

Piquetes y contra piquetes, discursos de izquierda esencialmente de derecha, violencia de todo color y bandera, giro totalitario que nace desde sectores anclados en el eterno retorno de las destituciones; en nombre de la k, contra la k, a favor de la P o en oposición a ella, en el seno de una sociedad dividida y resquebrajada en sus cimientos, vivimos un exponencial incremento de las tasas de asesinatos en general, y de género en particular….una sumatoria de acontecimientos violentos que excede el tiempo y el espacio, pero que puede resumirse en 6 letras: muerte.

Desde el silencio abrumador del miedo o la lucha contra la angustia lacerante del sentimiento de desamparo, estos escenarios vuelven contemporánea la voz de Hannah Arendt.  Nacida en 1906 en Hannover, Alemania, esta filósofa de origen judío, y una de las más influyentes del siglo XX, no olvidó nunca los años en los que no tuvo un país. Tenía 27 años cuando huyó de Alemania, en 1933, y se refugió en París. Pasó años despojada de su nacionalidad alemana por el gobierno hitleriano e incapacitada para adquirir cualquier otra. En su propio país era una extranjera indeseable porque era judía, pero en Francia era sospechosa por ser alemana, motivo por el cual la encerraron en un campo de concentración en 1939. Si no hubiera escapado a tiempo, los alemanes la habrían mantenido presa y probablemente ejecutado por ser judía.

Hannah Arendt

Hannah Arendt miró a los ojos al horror, le carcomió los huesos, le helo el alma. Valerosa y desafiante, con una lucidez inigualable sobre el totalitarismo en todas sus formas, echó por tierra el imaginario existente, obligando a una humanidad espantada a repensar el concepto del mal. Pese a su pasado, o a causa de él, contra todos los prejuicios académicos y sociales, mantuvo inquebrantable la postura acerca de su origen.  Los mayores horrores, los más terribles sufrimientos pueden ser causados por personas superficiales y mediocres, en nombre de razones estúpidas, de ideas de quinta fila, o ni siquiera eso, por obediencia, por inercia, por moda, por el qué dirán.

No hace falta apelar a la existencia de un mal radical, de un mal demoníaco, para explicar los grandes problemas que se dan hoy en nuestra sociedad y que  han tenido lugar a través de la historia. El verdadero inconveniente tiene lugar cuando una persona deja de pensar sobre sus actos, en la medida en que alguien se somete a una idea, a un partido, a otra persona, sin dejar cabida a la propia reflexión. Es en ese momento en el que puede llevar a cabo actos terribles sin apenas ser consciente de la magnitud del mal que está produciendo. Pero para Arendt, esto no justifica la parte de culpa que le corresponde. Quiso dejar de ser dueño de sus actos, actuar sin que eso conllevara responsabilidad alguna por su parte, y esto sólo es posible pretenderlo cuando no se reflexiona y se vive una vida frívola de manera continua, tanto que, no solo el pensamiento se vuelve superficial, sino que son las personas las que acaban siendo fútiles para uno mismo: dejan de tener valor. En “Los orígenes del totalitarismo” (1951) Hannah Arendt sostuvo “El historiador de los tiempos modernos necesita de una especial precaución cuando se enfrenta con opiniones aceptadas que aseguran explicar tendencias completas de la Historia, porque el último siglo ha producido incontables ideologías que pretenden ser las claves de la Historia y que no son más que desesperados intentos de escapar a la responsabilidad

Desde el dolor de lo vivido y la inevitable necesidad de entender, tenaz e inclaudicable en su devenir intelectual, esta valiente mujer no puede más que traer a escena un viejo y nunca acabado debate sobre la condición humana, la personalidad y responsabilidad de los ejecutores de crímenes masivos tanto como de cualquier acto de maldad del ser humano. El vigoroso impulso crítico que se desprende de las páginas de Arendt está inscripto enteramente en su crítica a la asociación entre poder y violencia, a la necesidad del nacimiento de un vínculo que se puede obtener de la política como nuevo contrato con el pasado y a la emergencia de una manera de pensar que, en tanto facultad de juzgar, mantenga una fuerza titilante en relación con el perdón.

Hoy, cuando hablamos de política, normalmente nos referimos al actual sistema de partidos, al sistema económico y a la manera en que los poderosos toman decisiones. Esto que entendemos por política nos parece propio sólo de unas cuantas personas corruptas que abusan de su autoridad y perjudican a la mayoría. Sin embargo, la política debería ocupar un lugar totalmente distinto en nuestro pensamiento y en nuestra vida. Se trata del espacio de realización humana por excelencia y, como tal, corresponde a todos los individuos ejercerla cotidianamente. El que hayamos dejado de darle esta acepción habla de las pocas posibilidades que tenemos en nuestro mundo para actuar políticamente.

Hannah Arendt, autora de estos diagnósticos, se da a la tarea de rastrear el origen de los prejuicios contra la política. Esta investigación la realiza convencida de que, cuando se olvida que la libertad, la felicidad y el poder deben ser públicos y no privados, “ha comenzado a tener sentido la funesta ecuación de poder y violencia, de política y gobierno y de gobierno y mal necesario” (Sobre la revolución, Arendt 1963). El peligro de dicha ecuación prejuiciosa es que “la Época Moderna –que comenzó con una explosión de actividad humana tan prometedora y sin precedentes– acabe en la pasividad más mortal y estéril de todas las conocidas por la historia” (La vida del espíritu Arendt 1978).

manifestantes violentos  (1)

Para los griegos, el ágora, la plaza pública, era el lugar que suponía abandonar el hogar para enfrentarse con sus semejantes. Así, en la polis, la violencia quedó excluida de lo político por ser externa a la ciudad y por requerir alguien que mandara y alguien que obedeciera; no se daba entre iguales. Una vez establecida la polis, las gestas heroicas fueron reemplazadas en gran medida por el habla, la discusión. Ésta es la vivencia de la política que Arendt quiere rescatar. Era la forma de vida deseable para los griegos, reservada a los ciudadanos libres y que sólo podía darse bajo ciertas condiciones. Antes de desprestigiarse por diversas circunstancias históricas y filosóficas; antes de ser sepultada bajo prejuicios milenarios que la hacen temible; la política era considerada como la mejor manera de vivir. Era una vida libre, creadora y valiosa entre los semejantes.

Aquella tampoco puede construirse con sólo enunciar colectividades teóricas como “país” o “cultura”. Éstas, si se quieren implementar sin un verdadero sustento político, sólo pueden llevarse a la práctica con la coacción de la violencia. Arendt sostiene que los países que intentan mantener su estabilidad sin un sustento político, corren un grave riesgo, pues el mínimo incidente puede destruir las costumbres y moralidad que ya no tienen fundamento en la legalidad; ya no está sostenida por sus ciudadanos. La política, entonces, lejos de amenazar con eliminarnos, puede ser la única salvación para ciertos mundos resquebrajados. El camino no es otro que sentarse con los pares, intercambiar opiniones, y entonces, quizá, como resultado de ello se daría una línea a seguir; no individual sino acerca de cómo el grupo debería actuar. La auténtica acción política aparece como un acto de un grupo.

La definición arendtiana de política es implacable, no se detiene ni ante un mundo que le es adverso pues la humanidad no ha sabido cómo vivirla. Ni siquiera ha acertado a desearla y valorarla como es debido. Sólo hay auténticos destellos de política cuando las personas se organizan para pensar y construir un mundo propio donde habitar en libertad. Para que esto suceda es necesario que salgan de su vida privada a encontrarse con los otros en un lugar público en donde ya existen valores, acuerdos y significados.  Lo que se construye entre los hombres cuando se relacionan políticamente, es un mundo. Dicho mundo es esencial para la supervivencia de lo humano, y actualmente se encuentra en riesgo. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que, hacia dentro de sus colectividades, los hombres se han convertido en completamente privados, es decir, han sido desposeídos de ver y oír a los demás, de ser vistos y oídos por ellos, y si esto ocurre, nada puede evitar la destrucción del mundo común.. Además, mientras existan grupos enteros de personas que ocupan el espacio público, para luchas privadas, ignorando el entorno, desde una falaz creencia de estar contribuyendo a la sociedad, mientras existan diferencias que en el imaginario resulten naturales, la política es impracticable.

Desgraciadamente, la política se ha malentendido y sus prácticas han sido nefastas. En nombre de aquella se han organizado regímenes y movimientos que imposibilitan la práctica de la misma, y por tanto; nuestra realización humana. El único régimen deseable es aquél en que los hombres deciden juntos cómo vivir. Sabemos que el mundo humano y la libertad se construyen deliberadamente; no pueden ser otorgados por decreto y corren el riesgo de perderse si no nos dedicamos a construir sus condiciones de existencia.  Para dedicarse a la política es necesario ser libres de la esclavitud que hoy se presenta en formas sin duda más complejas y menos evidentes que en la antigua Grecia. Lo que en nuestra época y lugar nos impide ser plenamente humanos es algo más sutil y quizás más irreversible que el totalitarismo como lo entendió Arendt.

Los argentinos hemos hecho de la violencia no solo un medio sino incluso, desde algunos sectores, un verdadero culto. Hemos reducido la política a los políticos, y el debate a la imposición de ideas. Dejamos de dialogar y ocupamos las plazas, para hacer un monólogo exclusivo y excluyente. Nos tornamos seres desmembrados de nuestra capacidad de reflexión, y la conciencia de toda responsabilidad frente a nuestros actos y la maldad reinante en su multiplicidad de caras. Hacemos lecturas de lo social simplistas atestadas de relaciones estímulos / respuestas automáticas y en ese plano, la praxis se torna reacción inconsciente.  En este contexto, atestamos los espacios públicos de ira, incomprensión que por momentos se transforma en odio.

Hoy, enfurecidos con los jueces y las fuerzas de seguridad, los criticamos y atacamos, encerrándolos en jaulas discursivas vacuas. De unos diremos que son corruptos, demagogos, hijos del poder de turno, que cobran fortunas por dormir causas, que necesitan de la presión social para emitir fallos y que, cuando los emiten, aunque se ajusten a derecho, carecen del menos común de los sentidos: el sentido común.  De los otros, los tacharemos de represores, deshonestos, antidemocráticos, por responder a las órdenes de un gobierno democráticamente constituido de hacer cumplir la ley e imponer el orden mediante el uso legítimo de la represión, entendida esta como toda acción tendiente a contener o  impedir un comportamiento ajeno a las normas. En el mismo espacio, en tiempo simultáneo o diferido les demandamos a los mismos actores independencia en las decisiones, intervención que guarde su seguridad, controlando y encauzando la violencia o reclamos que puedan cercenar sus derechos. En los instersticios de esta bipolaridad, se torna evidente la incapacidad de reflexionar sobre las implicancias de unos y otros reclamos. El ciudadano que hoy ocupa el espacio de lo público es responsable, aunque lo niegue o reniegue de ello, de la acción y la inacción, pedida a gritos y con pancartas, con palos o sin palos, a cara cubierta o mirando a los ojos al resto de los ciudadanos. Es la infancia de la vida democrática, y sin embargo, desde las limitaciones que ella implica, se mide el trabajo, la ética, la calidad, y los logros de los políticos, jueces, docentes y miembros de la fuerza de seguridad. En dicha posición profana, cuasi satelital respecto de lo que ocurre aquí y ahora, resulta simple hablar de excarcelaciones injustificables y pena de muerte, es la charla de café del día, la indignación del momento; el titular que mañana será tapado por otro en el que la fuerza pública remueve un piquete y un juez estigmatiza con sus fallos la pobreza, y una nueva charla de café dará cátedra sobre derechos y garantías, las mismas que ayer alivianaban con leche.  

 Entre café y café, filosofía barata, e ideología de goma, nadie lee las críticas sociales y la ideología imperante en los fallos de los jueces, que cuidan de no olvidar sacralizar la pobreza y sus males, a riesgo de decidir en contra de la paz social y al límite de lo permitido por la ley con tal de no ser crucificados con el rótulo de “facho” por la misma sociedad que juraron salvaguardar.  Esta que cansada de obstrucciones a su libre circular, ya sea por piquetes o por el miedo atroz de ser uno más en la lista de muertos en manos de la delincuencia reinante, critican la inacción policial, sin siquiera pensar cuanto de sus preconceptos acerca del uso legal de la represión generó el vaciamiento de estas fuerzas, que sin recursos y sin el apoyo social, tiene que poner su vida al servicio de los palos y piedrazos de hombres armados con la irracionalidad del fanatismo.

Son los mismos compatriotas que no dudan un minuto en tildar de dictador en potencia a cuanto legislador se haya pronunciado sobre la necesidad de bajar la edad de imputabilidad o incrementar las penas, esos que se vuelven expertos en psicología y derecho penal, trayendo a colación informes de universidades desconocidas que demostrarían la certeza de su punto de vista. Los que el domingo pedían desde la irracionalidad la pena de muerte, sin importar que tan facho suene, que tan incoherente resulte. Aquellos que, como padres, hablan pestes delante de sus hijos de la política, los políticos, los jueces, los maestros y cuanto expositor del sistema de cristalización del contrato social imperante existe. Desacreditándolos en el ejercicio de sus funciones, en la tarea indispensable de poner límites y trabajar en pos de la armonía social. Los mismos, que son igualmente capaces de pedirle desde sus altares individualistas, mayores límites para una escuela que se desmorona en cada situación de violencia, pero no cesan de avivar el miedo a las represalias si algún maestro osa aplicar medidas disciplinarias o simplemente no cumplen con el mandato de aprobar indiscriminadamente a los hijos de la modernidad, cueste lo que cueste, aunque el costo, sea el propio futuro.

Dirá Arendt, el mal es moneda corriente, no tiene nada de excepcional y nace de la incapacidad de juzgar y pensar, praxis que solo puede realizar un hombre libre en el vasto sentido de la palabra. Los argentinos nos ahogamos en la hipocresía en el mejor de los casos, en el peor, somos una masa indefinida de seres que no tiene idea de lo que quiere, adolescentes caprichosos ciegos a las consecuencias de aquello que exigimos vehemente y, en no pocos casos, violentamente. La argentina se ha vuelto inhabitable, un país que ha hecho de la queja un modo de relación, y del espacio público el aguantadero donde poner de rehén a la sociedad y sus instituciones, estas que tampoco han logrado la madurez necesaria para entender que la opinión pública es solo eso, la opinión, y que como tal puede estar teñida del peor irracionalismo al que es necesario ponerle coto. Elegidos por el pueblo, deben velar por la estabilidad e integridad del todo social, le guste a quien le guste, le pese a quien le pese.

Es hora de madurar, de hacernos cargo del pasado, presente y futuro. Somos libres, condición necesaria de la política, y tenemos derechos y responsabilidades que no se limitan a emitir un voto o pagar impuestos. Las palabras y los silencios, las acciones y omisiones, la praxis humana toda impacta negativa o positivamente. El horror que vemos a través de la grieta mató nuestra humanidad, nuestra capacidad de hacer política, entenderlo en lo que tiene de corriente, abre la senda a la madurez y a un futuro donde el debate y el consenso recuperen las plazas, y la reflexión invada nuestras mentes.

Por Lic. Ma. Florencia Barcos. Exclusivo para InformateSalta

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