Venezuela: sobre la violencia y el justificacionismo de los intelectuales argentinos

La justificación y ceguera intelectual de ayer es la de hoy, solo cambian los hechos y los actores, primero fue la revolución setentista contra las dictaduras, luego el foco cubano, hoy el venezolano, mañana, será la violencia indigenista.

Opinión 11/08/2017

Desde la convulsionada década del ´60 y ´70,  acciones y reacciones que hicieron del juego del poder la materialización de la perversidad, las izquierdas latinoamericanas, y particularmente argentinas, se presentaron en sociedad como una oposición minoritaria que daban cuenta en las urnas de la utopía aún viviente. Esas tibias señales de madurez, de asimilación del deseo democrático de un pueblo harto de las oleadas de fanatismo, escondieron aquello que guardaban en su seno originario: la ilusión revolucionaria del proletariado. Ni entonces, ni luego del pacto del NUNCA MAS, las izquierdas, salvo contadas excepciones circunscriptas a miembros específicos de ellas, hicieron una autocrítica y un sinceramiento sobre los ideales que juraron clandestinamente defender con las armas, sobre el destino final que avizoraban para nuestro país y Latinoamérica.

Pasaron los años, y tras la bandera de la defensa de los DDHH, consolidaron con las rondas de los jueves el eterno retorno de lo mismo, exacerbado por el discurso demagógico y retorcido de un kirchnerismo que supo exprimir votos de la culpa y la necesidad de olvido de la violencia setentista, haciendo de la lucha armada un método aceptable, y de quienes la detentaban, mártires a emular. De un tiempo a esta parte, la descomposición no sólo electoral sino sobre todo intelectual y moral, ya resulta innegable. No son pocos los países de la región, que desde el caso Cuba con su devenir político y económico, y más recientemente el de Brasil con los abrumadores hechos de corrupción, vemos cómo se calcinan justificando lo inexcusable apelando a la construcción de un enemigo mundial, que cual monstruo mitológico esconde sus caras oligárquicas en las instituciones nacionales o internacionales que los señalan por abusos y excesos.

En Argentina lo que era moneda corriente, terminó legitimándose con la votación del Congreso ante el pedido de desafuero de De Vido. Aquella jornada, el mensaje de nuestros representantes fue claro, poco importan los actos de corrupción, menos aún su grado de alevosía  y sistematicidad, la condena social ni siquiera es ya una variable en juego a la hora de prestar aval a los abusos de poder de todo tipo. Allí se selló un pacto de silencio público, que habla del temor a carpetazos aún no dados, a que de repente y sin previo aviso, a alguien le brote la necesidad de prender el ventilador, y en medio de la ventisca, el código penal golpee la cabeza de quien osó votar por la transparencia y la legalidad. Muchos esconderán este miedo atroz, tras un intento de pelear contra aquella corporación mundial con sede central en el despacho de Donald Trump y local en la Casa Rosada. El crepúsculo moral se tapará por ideales inexistentes y conspiraciones novelescas, un pescado podrido que no pocos sectores de la sociedad aún siguen comprando, aquellos que quizá viven de una visión del mundo ya caduca. Son los mismos que festejan los desboques de Trump, como si los mismos estuvieran inmersos en una relación de causa-efecto con la caída del liberalismo y la emergencia de una aspiración pro socialista y anticapitalista de las masas. Importantes exponentes de las izquierdas de la región han ido horadando con sus críticas las reglas democráticas y los espacios institucionales compartidos con excusas tales como que no existe ni justicia independiente, ni prensa libre, ni leyes electorales equilibradas, simplemente para evitar decir lo que en realidad piensan de una democracia en la que no creen ni quieren. Dicen también enfrentar una persecución judicial, mediática, empresaria derechista, de quienes supuestamente no toleran el avance de un pueblo ilusoriamente empoderado gracias a las dádivas kirchneristas, sectores que desearían retrotraerse a un pasado susceptible de resumirse en una palabra “privatización”.  Por donde quiera que se lo mire, la putrefacción brota en cascada.

Podríamos ser benevolentes y pensar que estamos ante una especie de ceguera inconsciente, desprovista de intereses espurios. Sin embargo, la inaplicabilidad de esta conjetura queda comprobada con las reacciones que despierta en estos días Venezuela. Hace unas semanas intelectuales argentinos, entre ellos el Premio Nobel de la Paz (1980) Adolfo Pérez Esquivel, manifestaron su solidaridad con el gobierno de Maduro. Se le sumaron referentes de la cultura y los organismos de derechos humanos quienes denunciaron un “ataque irracional e irresponsable” contra Venezuela y advirtieron sobre el intento de derrocar al gobierno, haciendo alusión a una posición “abiertamente injerencista” de Estados Unidos contra Venezuela desde su trinchera en la Organización de Estados Americanos (OEA). No perdieron oportunidad para criticar la postura oficial Argentina, materializada en el pedido incansable del Presidente Mauricio Macri a la comunidad internacional de ser coherentes con las normativas y tratados vigentes en materia de DDHH. Para los intelectuales y demás firmantes, el pedido de exclusión de Venezuela del Mercosur, era una “infame exclusión”,  un acto de “desprecio”, “hostilidad” y “desestabilización”. La pose de superioridad moral adoptada por la izquierda y sus exponentes, esa que vocifera nuestros valores son mejores que los de la derecha, por lo tanto lo son también nuestros actos, les juega nuevamente una muy mala pasada. La inmoralidad y pisoteo explícito que supone no considerar las muertes, el tratamiento inhumano de los opositores electorales, la brutal represión a civiles totalmente desarmados y las falencias humanitarias, resulta tanto o más repugnante que la celebración del éxito del régimen bolivariano con razonamientos insólitos. El único mérito que podemos atribuirles a esta masa acrítica de pensadores, es el salir airosos de una condena pública y social sobre tamaña incoherencia personal, y los consecuentes atentados a la vida y sus valores supremos.

¿Qué repercusiones tendrá para la política Latinoamericana la tragedia venezolana? Es difícil predecirlo, pues el ejemplo más cercano en el tiempo, solo puede ser analizado en un contexto mundial hoy inexistente. La Cuba castrista, históricamente modelo del cielo socialista alcanzado, claramente no dio lugar al progreso y la igualdad ni interna ni en la región, sino que incitó desde sus trincheras esparcidas en Latinoamérica, la multiplicación de las intervenciones militares, en tanto pasos necesarios y deseables para el análisis que, los extremistas de izquierda, hacían del desenvolvimiento del comunismo en la historia de la lucha de clases. Ante una posible exacerbación de las violaciones  del chavismo, no va a pasar lo mismo, en primer lugar, porque pese a los que ansían una tormenta de revanchismo, las sociedades han madurado y la derecha latinoamericana, si es que podemos demarcar una, está embebida de un nuevo liberalismo, y lo que es aún más importante, quienes impulsan las protestas de la oposición venezolana están más cerca de la muerte por inanición que de volverse fanáticos armados. Lo que sí va a ocurrir, es el recrudecimiento del agotamiento de las izquierdas. La intransigencia de estos partidos, que se debaten entre ideas arcaicas de revolución, eternos retornos infantiles y sectarismo social, es lo que terminará por aniquilarlas. Ni la conspiración mundial, ni su rama local, ni siquiera el capitalismo y todo lo que incluirían en “el mundo yanqui”, lograría lo que ellas mismas están generando.

El diccionario que emplean localmente parece no tener cabida al cruzar las fronteras, conceptos como “preso político”, “represión”, “censura”, tienen connotaciones tangencialmente opuestas, aunque resulte irracional. Los escucharemos tipificar a Milagro Sala como presa política, como si su condición de opositora fuera un borrador mágico que simplemente hiciera desaparecer sus violaciones a las leyes vigentes para todo ciudadano que habita este territorio. Hablarán de represión dictatorial, cuando se refieran al uso legal de la fuerza pública para contener y sancionar de ser necesario, a actores sociales que en el ejercicio de un derecho olviden todos aquellos otros que violan, incluyendo el uso de armas y violencia contra las fuerzas de seguridad, la propiedad privada o la vida de otros ciudadanos. Hablarán de víctimas de la persecución y la censura a sus jóvenes armados de los 70; pero no dirán una sola palabra de los desarmados y desprotegidos venezolanos que marchan por un trozo de pan o simplemente un jabón. Más aún, pedirán públicamente, amparados en la “pureza” del blanco de los pañuelos, que se tiñan de negro, se elimine de los medios, toda manifestación contraria a sus ideas y posiciones. Darán cátedra sobre la guerra civil que podría germinar, si la sociedad venezolana se alza en armas contra la policía, o el ejército, en caso de que Maduro se aventure en golpear la puerta de los cuarteles; pero nunca hablarán de guerra civil al referirse a aquellas agrupaciones armadas que usaron las calles argentinas como campos de batalla contra el régimen dictatorial de derecha.

 Nunca jamás aceptarán que Cuba con Fidel y su cúpula, Venezuela con su régimen, no son más que dictaduras celosas de sus relaciones carnales con los dueños del capital que, en el último de los casos, se bañan en sus fuentes de petróleo, simbiosis estas que encubrirán dentro de su mano izquierda.  Al respecto dijo Jorge Luis Borges (Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, En Dialogo II, 1998) "...se empieza por la idea de que el Estado debe dirigir todo; que es mejor que haya una corporación que dirija las cosas, y no que todo 'quede abandonado al caos, o a circunstancias individuales'; y se llega al nazismo o al comunismo, claro. Toda idea empieza siendo una hermosa posibilidad, y luego, bueno, cuando envejece es usada para la tiranía, para la opresión." Y en ésta línea no dudará en afirmar cuál considera el deber de la intelectualidad,  “Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez… Combatir estas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor”.

Para aquellos que frente a las evidencias no les queden más que cánticos gastados, y consignas antiimperialistas sostenidas con los invisibles hilos de una ideología fetichizada, resultará un insulto las palabras de un Borges libertario, ni conservador ni oligarca, “Hay comunistas que sostienen que ser anticomunista es ser fascista. Esto es tan incomprensible como decir que no ser católico es ser mormón”. Los totalitarismos en cualquiera de sus caras, han de ser el único enemigo común que la humanidad debería tener, pues anulan al individuo, lo empobrecen material, espiritual e intelectualmente. Lo hace sucumbir en la inmoralidad y la ineptitud propia de quien no se sabe responsable de sus actos, cual niño caprichoso que simplemente toma lo que le place. La eliminación de la indecencia a la que asistimos, la obscenidad de la corrupción y sus cuidadores legales, requiere de una sociedad ética, e intelectualmente más fuerte de lo que es ahora, de lo que somos nosotros. El justificacionismo y la ceguera intelectual de ayer es la de hoy, solo cambian los hechos y los actores, primero fue la revolución setentista contra las dictaduras, luego el foco cubano, hoy el venezolano, mañana, literalmente mañana, será la violencia indigenista en este, nuestro nuevo foco con halo irresponsablemente llamado “revolucionario”.

Por Lic. María Florencia Barcos - Para InformateSalta

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