Opinión19/04/2017

El camino de la paz

Desde el año 2000 la Argentina conmemora el 19 de abril el Día de la Convivencia en la Diversidad Cultural en homenaje a las víctimas del Holocausto.

La fecha fue elegida porque un día como hoy pero de 1943, se inició el levantamiento del gueto de Varsovia suceso que quedó instalado en la memoria colectiva como una de las formas de resistencia contra la opresión y la intolerancia.

Considerado el mayor gueto judío establecido en Europa por la Alemania nazi, fue implantado en el centro de la capital polaca entre octubre y noviembre de 1940. En él fueron confinados principalmente los judíos de Varsovia, y de otras regiones de Polonia bajo control alemán, pero también los deportados de Alemania y de los diferentes países ocupados por los nazis.

Con una población estimada en 400.000 personas, este centro que originariamente había sido creado como campo de tránsito hacia el destino final: el campo de exterminio de Treblinka, entre otros, durante los tres años de su existencia, vio disminuir su población a 50.000 como consecuencia del hacinamiento, el hambre, las enfermedades y confinamientos a los campos de exterminio. La noche de Pésaj, festividad judía que conmemora la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto, fue el escenario de la mayor acción de la resistencia judía contra el genocidio, conocida como el Levantamiento del gueto de Varsovia. La misma se extendió hasta el 16 de mayo de 1943, siendo este alzamiento una de las primeras revueltas contra el nazismo en Europa, desafiando toda lógica y probabilidades de éxito, constituyéndose en el puntapié inicial de otras rebeliones no judías similares. Este acontecimiento quedó grabado a fuego en la memoria como una de las formas de resistencia contra la opresión, la intolerancia y la defensa de la dignidad humana y un símbolo de la libertad. Su rememoración supone mantener viva la memoria de los horrores que puedan generar la intolerancia y el racismo.




Han transcurrido 74 años de aquel grito de la humanidad, y sin embargo, la guerra sigue acechando desde su falaz inevitabilidad, que no cesa de esconder lo que Eduardo Galeano proclamó en 2009 al hacer pública su adhesión a la Marcha Mundial por la PAZ “Las guerras mienten, ninguna  guerra tiene la honestidad de confesar, “yo mato para robar”. Invocando los más nobles motivos, Dios para aquellas beligerancias autodefinidas santas; la civilización para las que hablan de “daños colaterales” evitando poner en palabras el asesinato de quienes osaron vivir o transitar en el lugar equivocado, a la hora desacertada. Guerras en nombre del  progreso, aunque el sentido del término haya sido vaciado de todo contenido humano; en nombre de la democracia, pese a que el ataque suponga la invasión de un tiempo y espacio ajeno, y el fin de la contienda, la instauración de un gobierno extranjero.

El significado de las guerras

En estas latitudes, hablar de ofensivas químicas o biológicas, movilización de tropas y aguas atestadas de portaaviones, resulta cuanto menos una fábula horrible que la pantalla del televisor o la computadora aleja alegremente de nuestras preocupaciones cotidianas. Lejanía quimérica que nos vuelve extraños, indolentes, incapaces siquiera de detener la marcha y pensar qué cortina de humo utilizarán esta vez, ya ni siquiera para ocultar, sino simplemente para edulcorar los discursos marketineros de la mayor fuente de recursos económicos que supo inventar la humanidad.

En este mundo que se ha tornado un gran manicomio, un moderno matadero que grita desde sus alejados centros de operaciones la creciente declinación de la especie humana, nos parece cosa de poetas y locos hablar de la paz, decirle un no enfático y unísono a la guerra, a la forma más rentable de violencia. Dirán que es de un romanticismo abstracto inaudito para estos tiempos, que ya han muertos las utopías con la desaparición de los grandes pacifistas; a mi favor, diré que las hemos matado cada vez que no hablamos de Gandhi y su pensamiento, de Martin Luther King, de Nelson Mandela, sus desafiantes dolores pero sobre todo, la valentía y el ejemplo materializado en el camino elegido.

Esas utopías que condenamos a muerte en los gestos más ínfimos de la cotidianeidad, cuando irracionalmente pedimos la vuelta a la ley del Talión, cuando aconsejamos a los pequeños que el camino para solucionar el enorme conflicto por un juguete se reduce a devolver el golpe, en el mejor de los casos, o, para los más estrategas, dar el primer estacazo, pues “no hay mejor defensa que el ataque”.



En estas latitudes también hacemos la guerra, por acción y omisión, a los gritos o desde el silencio, en el patio de la escuela, la cancha, la calle o la plaza, en el seno del espacio público o en el bunker privado. Aunque no seamos conscientes de ello, o nos escondamos en el humillante individualismo, cada vez que estudiamos las guerras olvidando que como diría Ernest Hemingway “por necesaria o justificada que parezca, no es otra cosa que un crimen”, o simplemente, desde el momento que evitamos pensar cómo un hombre pacífico puede tornarse en un abrir y cerrar de ojos en un criminal, que no reflexionamos sobre este estado de guerra permanente en la que se encuentra inmersa la humanidad, no hacemos más que sumarle un capítulo a esta historia que declara la derrota de la humanidad.

Eduardo Galeano se preguntaba en aquella memorable adhesión, ¿hasta cuándo la paz del mundo estará en manos de los que hacen el negocio de la guerra?, ¿hasta cuándo seguiremos creyendo que hemos nacido para el exterminio mutuo, y que el exterminio mutuo es nuestro destino?. Intentar dar una respuesta es el primer paso, el segundo quizá sea verse de cerca, mirarnos a la cara y descubrir la igualdad en la diferencia, ponerle un rostro a la humanidad.

Por Lic. Ma. Florencia Barcos. Exclusivo para InformateSalta