Sociedad24/10/2018

La historia de “Pedro, el grande”

Sin el disfraz parecía ser un profesor. Quizás un maestro. En el escenario principal solía gambetear con el balón tan pegado al pie que parecía ir cocido al cuero del calzado. La historia de uno de los más grandes...

De repente un pase gol como si fuese tan fácil evitar patadas, dominar la pelota mientras va saltando matas y a la vez relojear a los compañeros la velocidad, el pie hábil y la trampa del off side. Casi como mágico.

Debo confesar que esperaba que la agarrase él. Mientras más tiempo pasaba el juego por sus pies más se amortizaba el dinero invertido en la entrada al espectáculo. Cabeza grande, ojos redondos, cabello semi ondulado escuro, barba marcada de pocos días, tez blanca, estatura baja, poca musculatura. Casi como bochinesco. En sus espaldas todo el peso del número diez. Pero en el verde césped parecía que flotaba despreocupado. Un caño y un pase. Cada tanto un centro puntualmente a la cabeza de un compañero. Luego muchos pases cortos con la precisión de un cirujano.

Pedro “El Grande” Guiberguis, tenía un cerebro diferente. Una inteligencia emocional superior. Nunca un reclamo, una queja, una discusión. Una pegada tan temible como letal. No mucha zurda. Diestra  suficiente en fuerza, delicada, simple. Escaso juego aéreo, marca posicional. Puesto: enganche. Volante ofensivo. Hoy sin trabajo, o tal vez suplente de equipos temerosos y tacaños. Relegado para técnicos mediocres. Abatido por un deporte mercantil. Gimnasia y Tiro estaba en los grandes escenarios en los años `90, y el jujeño llevaba la bandera del buen fútbol, vestía de frac y comía con cubiertos, por supuesto en otra mesa.



Cada tanto el partido se llenaba de barro. Ya sea por la lluvia como también porque determinado rival lo proponía. Pedro esquivaba todo el tráfico, sin mancharse. Parecía lento pero había manera de detenerlo. Pique corto fugaz, intenso. Cuando lo marcaban a presión de alguna manera zafaba para meter puñales invisibles, hacia Alfredo “Tanque” González, Miguel “Tigre” Amaya, Pablo “Duende”  Saldaño o delantero que tuviese.

Pasó su fútbol por Gimnasia de Jujuy, muchos años en el Bolívar de La Paz y por último el Club Atlético Ledesma. Un tipo de perfil bajo, pocas palabras, casi que quería pasar inadvertido. Hasta que tomaba el balón. La cancha su escenario, y todo podía suceder. Como cuando había un tiro libre y los rivales necesitaban todos los suplentes para formar la barrera. Impacto corto, efecto interno, recorrido de la pierna con poca elevación, y la red que se mueve envolviendo la esfera para que todos griten gol.

De esos tipos que casi todo hacen o dicen de la manera correcta. Poco comerciales, honestos con sus ideales, bondadosos, con una visión periférica suprema, con la vida en teoría y práctica aprobada antes de cursar. Nunca tuve la posibilidad de conocerlo, pero lo conozco.

Un texto por su grandeza, por el pincel derecho y tantas obras benéficas junto a sus amigos Ariel “Burrito” Ortega y Oscar “Chaqueño” Palavecino, por haber tenido la verdadera valentía  de mostrar su arte aun sabiendo que hay detractores resultadistas que prefieren ver autos chocadores, vendas en las cabezas, tatuajes en los brazos y la pelota por el aire.