Nico Cortes: Crónica de un puñado de arroz
Esta vez, el cereal blanco no estaba vinculado a ningún sacramento de casamiento. Tenía que ver con esa bendita sensación de comer, actividad a la cual no se debiera recurrir por necesidad.
Más bien, por placer. Era una noche de viernes, aun en tiempos de cuarentena por pandemia, con la limitación del barbijo para respirar, para meter algún bocado fugaz e imprevisto y todos los protocolos incidiendo en mis psiquis, el apetito permanecía latente.
Mis pies se dirigían a la zona de la Balcarce, como por inercia. Como cuando el bote queda a la deriva y por movimiento de agua y viento tiende a seguir para el norte. Me dirigía allí, acompañado de la mejor diseñadora de interiores del mundo, Noelia, para juzgar conjuntamente, con objetividad el espacio, modo Guía Michelín. A las pocas cuadras de llegar, se huele algo distinto. No es carne asada, ni ningún relleno condimentado, nada horneado, ni graso.
Se visualizan muchos turistas, alineados en la puerta de un restaurante que parece absorber todas las miradas celosas de sus vecinos colegas. ¿Acaso pensaron alguna vez, que en algún sitio gastronómico de la bella Ciudad de Salta habría que pedir reservas para su ingreso, sabiendo que allí no venden ni tamales, ni humitas ni la mismísima empanada criolla?
Mientras mis ojos giran en trescientos sesenta grados asombrado de la ambientación, la iluminación, de la recepción, de un silencio ligado más a un museo que a un sitio afecto al apetito, nos encontramos sentados y dichosos del privilegio. Mi sitio está pegado a la barra. Lugar adaptado, a la vista, donde artistas del arte del buen comer, elaboran la mejor artesanía comestible desde la existencia del bollo con chicharrón. Le llaman sushi, pero no es solo ese manjar. Hay comida japonesa tan perfecta que se siente Oriente tan cerca como Rosario. ¿Y qué decir de la comida peruana?
Intento ser cauto en nuestros pedidos. Con el mozo venezolano y amigo enfrente de mí, tratamos de ser austeros pero es un pecado. Sopas, ceviches, lomos, salteados de cerdo, pescados. Tomamos aire, pido un minuto de basquetbol, mientras elijo la bebida. ¿Me pregunto a mí mismo que diferente será el paraíso a este sitio? No tengo respuestas por lo pronto.
Mientras tanto el lugar colapsa. Lleno total. La gente aguarda en sus veredas como esperando ver a una estrella de rock o conocer algún artista destacado. Parece una moda pero no lo es. Cuando algo hace ruido, primero se observa el material. Luego el tipo de impacto. Después, las consecuencias. Parece un lugar de Tokio, tal vez, el subsuelo de Jiro Ono.
Lo único trágico es que produce adicción. Con restos de salsa de soja, con mitades de granos de arroz como huellas de crímenes voraces en un plato como testigo fiel de una masacre que acusa al estómago de único culpable. Les aseguro que volverán. Una y otra vez. Les confieso que probé el eficaz delivery, pero ir al recinto, ingresar al ring con la guardia baja, sin protecciones ni campanas, no tiene precio. Como habrá sido ver a Nicolino Locche en el Luna Park, una vez en la vida debieran visitar Umai. Atendido por Santiago y Paco. Balcarce y Alsina. Salta. Argentina.