La política debe avanzar a una nueva etapa: menos justificativos más acción

Vivimos en un mundo vertiginoso, de cambios. Lo que antes llevaba siglos, años cambiar, hoy ocurre en cuestión de días, horas. Pero son las personas las que más reflejan esa ansiedad constante, una transformación que no espera y no tolera los tiempos de otros (personas y organizaciones), que viven a un ritmo diferente.

Y es que en toda sociedad y con la ideología dominante que sea, funcionan instituciones, hay normas que rigen las pautas de convivencia, hay organismos, instituciones. Existe una clase política que dirige los destinos del pueblo.

Pero así como las sociedades cambian, las tecnologías evolucionan, las formas de comunicarnos mutan de manera permanente, esa transformación no ocurre de igual manera y en consonancia en todas las esferas sociales.

Las instituciones tambalean, pierden credibilidad, no llegan a dar respuestas ni se transforman a la velocidad que la realidad impone. Le ocurre a todos los poderes del Estado, con cabezas de dirigentes chipeadas aún para el Siglo XX. Le ocurre a los Poderes Legislativos que no generan leyes para los problemas actuales, ni adecúan normas obsoletas para las conformaciones de ciudades modernas.

Organizaciones como los sindicatos se aferran a sistemas laborales de décadas pasadas. Las Universidades ofrecen planes y carreras que no tienen que ver con el mercado y mundo laboral actual, ni futuro. Y así podríamos seguir dando ejemplos del desacople existente entre lo que hay, y lo que se necesita.


Ni las organizaciones ni los dirigentes se transforman o evolucionan al ritmo que la sociedad exige.


Nuestros políticos

Haciendo un repaso con mucho desapego a los tiempos y procesos cronológicos, pero si con la intención de resumir en etapas históricas a grandes rasgos la evolución de formas de pensar y aceptar la autoridad por parte de las sociedades, se pueden referenciar diferentes etapas.

Siglos atrás, en épocas de reyes y príncipes, la autoridad de la clase dominante no se podía cuestionar. Tenía un designio divino y la plebe no podía siquiera opinar sobre las decisiones.

El paso del tiempo, y sacando el manto celestial de los que mandaban, los que resultaban elegidos para comandar los destinos de un lugar, gozaban de tal autoridad y lejanía respecto a la gente, que frente a un hecho de corrupción, una mala decisión, un error de gestión, simplemente el mandamás lo negaba, o se tapaba, y a otra cosa.

Eran épocas conde la distancia entre unos y otros era enorme. Esa barrera no era sólo física, sino también tenía que ver con creerse privilegiados, con poderes y atribuciones conferidas por el voto que su palabra bastaba para poner fin a lo que podría ser un escándalo en el contexto actual.

Las sociedades, siempre cambiantes, empezaron luego a demandar más de sus dirigentes, y es así que hasta no hace mucho, los gobernantes empezaron a rendir más cuentas de su gestión. Estando más expuestos, la información empezó a circular por todos lados, y era poco lo que se podía ocultar. La transparencia y rendición de cuentas de los actos de gobierno se hizo más real y palpable.

Claro, ante esto, la respuesta preferida de aquellos con responsabilidades de gobierno fue simplemente poner sobre la mesa los temas. Ya no se podía ocultar ni gobernar de espaldas a la sociedad, a los medios de comunicación, a las redes sociales y todo lo que esto implicaba.

Lo que se viene haciendo de un tiempo a esta parte por parte de las clases dirigentes con responsabilidades de gobierno es reconocer los hechos denunciados, a veces exponerlos de manera anticipada para evitar la reprimenda popular, y otras veces aclarar para callar un conflicto. Con esto se pretende despejar cualquier manto de sospecha que pudiera caer sobre ellos, alejando complicidades, reconociendo errores, aduciendo desconocimientos, incapacidades y hasta malas decisiones. Pero hasta ahí nomás.


 Menos análisis y diagnósticos más acción.


Esto ya no alcanza

La evolución social llevó a que en el momento actual, blanquear un acto de gobierno o reconocer una decisión (mal explicada, errada, confusa o cuestionable) no es suficiente para el votante. Por lo menos para aquellos más comprometidos, informados, que se involucran.

Hoy se exige a la clase política tomar decisiones y dar soluciones, pero coherentes y acertadas. O al menos con sentido común.

Más que nunca los Ejecutivos deben ser ejecutivos, y los gobernantes deben tomar medidas. En resumen, más acción menos palabras.

Es cierto que como todo ser humano, es tolerable cierto margen de error, incluso de aquellos con las máximas responsabilidades en la toma de decisiones, pero no se puede gobernar con permanentes errores, justificaciones y reconocimiento de culpas.

La planificación, bien ejecutada, minimiza riesgos y decisiones equivocadas. En tiempo actuales gana aquel dirigente prudente y mesurado, pero firme. Que se involucra y no ve pasar la realidad. Aquel que empatiza, pero actúa en consecuencia.

Los riesgos de vivir en la imprevisibilidad son muchos. No hay acciones que no tengan secuelas. No hay omisiones que no tengan efectos.

Más aún en los altos cargos de responsabilidad, donde las decisiones comprometen la vida de muchas personas. Ya no conforma la justificación permanente. Hay que dar respuestas.


Evolución de las etapas en las formas de dar respuestas: 

  1. No se podía cuestionar la autoridad del gobernante. Hacía lo que quería. 
  2. El gobernante ocultaba todo, no rendía cuentas.
  3. Más expuesto, el gobernante reconoce los problemas. Da justificativos permanentes, no respuestas.
  4. Se les exige soluciones y acciones ante los problemas.