A 118 años del nacimiento de Jorge Luis Borges: Una lectura sobre el texto de su vida
Lo esencial en la creación de Borges radica en el cuestionamiento continuo de las rígidas categorías literarias y conceptuales. No son pocos los críticos y amantes de sus obras, que destacan su capacidad de neutralizar esquemas, de deshacer el convencionalismo de fronteras que separan la narrativa y la poesía, el ensayo y el cuento, la cita y el apócrifo.
Sobre el andamiaje de una prosa precisa y austera, a través de la cual manifestó un irónico distanciamiento de las cosas y su afable lirismo, en sus escritos hizo un culto de la ruptura con las formas obligadas del tiempo y espacio para crear mundos alternativos de gran contenido simbólico, construidos a partir de reflejos, inversiones y paralelismos. Sus relatos atestados de acertijos, o poderosas metáforas de trasfondo metafísico, coronados con notas al margen que dan cuenta del tono dialógico con otros autores, que va desde la simple mención biográfica, a la crítica, la aclaración, explicación o simple puesta en discusión con un tercero, en un juego interminable de construcción de sentidos cruzados o yuxtapuestos al texto primigenio. La forma misma de su obra revela la fluidez y lo relativo de las categorías y límites ya no solo del mundo literario sino de su propia vida.
Considerado uno de los autores más destacados de la literatura del siglo XX Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo, nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899 a los ocho meses de gestación, en una típica casa porteña de fines del siglo XIX, con patio y aljibe, dos elementos que frecuentarán sus poesías. En la calle Serrano 2135 del barrio de Palermo, su infancia transcurrió sobre carriles inexistentes para el concepto mismo de aquella. Se relacionó con la literatura a muy temprana edad, ya que a los cuatro años sabía leer y escribir. La biblioteca de su padre, aquel espacio soñado y vivido como el paraíso, marcó a fuego su vida. Diría, ya con 71 años de edad, “en realidad, creo no haber salido nunca de esa biblioteca”. Nacido en la provincia de Entre Ríos, su padre Jorge Guillermo Borges, era abogado aunque dedicó su vida a impartir clases de psicología, sin renegar de un sueño que vería realizado en su hijo, el de ser escritor. â Su madre, Leonor Acevedo Suárez, era uruguaya.â Aprendió inglés de su marido y tradujo varias obras de esa lengua al español. Borges creció como bilingüe, pues en su casa se hablaba tanto el castellano como el inglés. Con solo 8 años, y sin haberse iniciado aun en la educaciòn formal, escribió su primer relato, La visera fatal, siguiendo páginas del Quijote. Además, esbozó en inglés un breve ensayo sobre mitología griega. A los nueve años tradujo del inglés El príncipe feliz, de Oscar Wilde, â texto que se publicó en el periódico El País rubricado por Jorge Borges. En su barrio natal, que por aquella época era marginal, anidado por inmigrantes y cuchilleros, conoció las andanzas de los compadritos que después poblaron sus ficciones. Entre sus calles y las hojas de los libros paternos, transcurrieron sus mejores jornadas, alejado de pares en edad, quienes abrazaban una niñez de juegos. Quizá por ello, la escuela pública fue una experiencia traumática, se sabía un niño al margen, ese espacio que con el tiempo, sentirìa y haría propio.
En 1914 su padre debió renunciar a su profesión, jubilándose de profesor debido a la misma ceguera progresiva y hereditaria que décadas más tarde afectaría también al joven Borges. Junto con la familia, emigró a Europa para someterse a un tratamiento oftalmológico especial. Para refugiarse de la Primera Guerra Mundial, se instalaron en Ginebra (Suiza), donde Borges y su hermana Norah asistirían al Liceo Jean Calvin, establecimiento de inspiración protestante, en el que por primera vez el autor de El libro de arena (1965) sentiria recobrar corporeidad, entre niños extranjeros como él que apreciaban sus conocimientos e inteligencia y no se burlaban de su tartamudez. Durante esa época descubrió a Schopenhauer, Nietzsche, Mauthner, Carlyle y Chesterton. Con la sola ayuda de un diccionario aprendió por sí mismo el alemán y escribió sus primeros versos en francés.
En marzo de 1921, junto con su abuela paterna sus padres y su hermana, embarcó en el puerto de Barcelona en el Reina Victoria Eugenia, que los devolvería a la Argentina. El contacto con Buenos Aires lo llevó a una relación exaltada de descubrimiento con su ciudad natal. Así comenzó a dar forma a la mitificación de los barrios suburbanos, donde asentaría parte de su constante idealización de lo real. En los libros y en la vida, Borges profesaba el amor por la ciudad de Buenos Aires, el coraje, la intimidad familiar. Pero de todos aquellos valores, había uno que tenía en más alta estima: la amistad. En una oportunidad le habìa dicho a María Esther Vázquez "Lo mejor de Buenos Aires es la amistad que todavía perdura, y que es una pasión, un sentimiento que se ha perdido en otros países". Aunque después de su muerte, la lista de amigos se multiplicara biblicamente como los panes y los peces, lo cierto es que sólo tuvo dos íntimos durante la mayor parte de su vida: los escritores Adolfo Bioy Casares y Manuel Peyrou. Durante una entrevista que mantuvo en 1980 con Joaquín Soler Serrano, el autor de Fervor de Buenos Aires (1923) dirá “La amistad no necesita frecuencia. El amor sí. Pero la amistad, y sobre todo la amistad de hermanos, no. Puede prescindir de la frecuencia o de la frecuentación. En cambio el amor, no. El amor está lleno de ansiedades, de dudas. Un día de ausencia puede ser terrible.” A contramano de todo imaginario, no dudará en afirmar "Uno de mis mejores amigos se casó y se olvidó de decirme que se había casado. Porque como hablábamos de temas generales y era muy tímido también, le parecía que contar algo personal podía ser una impertinencia. Nunca nos hicimos confidencias. La amistad puede prescindir de la confidencia. El amor no. Si no hay una confidencia, yo lo siento como una traición". Y si frente a esto, el convencionalismo se resistiera a rendirse, daría su estocada final con una simple declaración "Yo tengo amigos íntimos a quienes veo tres o cuatro veces al año. Y a otros ya no los veo porque se han muerto. Por ejemplo, con (Adolfo) Bioy Casares nos vemos quizás cuatro o cinco veces al año y somos íntimos amigos”.
La amistad de Borges y Bioy Casares es ciertamente la que más universos creo en la literatura argentina, aunque en un plano diferencial de experiencia colaborativa que la célebre pareja inglesa de Charles Dickens y Wilkie Collins. Muchas son las historias que se han tejido en torno al modo como se conocieron. Es legendaria aquella que evoca la visita de Marta Casares de Bioy a Victoria Ocampo para pedirle un consejo, pues su hijo Adolfito, por entonces un adolescente de diecisiete años, tenía una profunda inclinación hacia la literatura; de hecho ya había escrito dos libros. Marta Casares quería saber a quién, de entre los escritores conocidos, recomendaba Victoria para que lo guiara a transitar por tamaño camino elegido. Victoria, confesaría luego, sin vacilar, le referenció a Borges. Entre ambos y pese a la diferencia de edades, comenzaría una gran amistad. Borges señala la fecha del encuentro en 1931, cuando él tenía treinta y dos años, y Adolfito, diecisiete. Bioy, en cambio, afirma que ocurrió en 1932. El lugar no fue terreno para disquisiciones, dado que ambos dijeron que fue en la casa de San Isidro de Victoria Ocampo. El escenario fue una fiesta que la grande dame de la cultura argentina ofreció en honor de un escritor francés visitante. Conversando, Borges y Bioy se aislaron del grupo principal que se movía alrededor del personaje. Dicha ausencia molestó a la anfitriona quien no dudó en reclamarlos. Haciendo caso omiso a Victoria, decidieron marcharse y seguir con su conversación en el coche en el que Bioy ofreció llevarle de regreso a su casa. Borges quedó deslumbrado con este muchacho que en dieciocho años había leído los mismos autores y libros que él en treinta y tres.
Recordando ese primer encuentro, Bioy escribe en el diario de 1600 páginas que publicaría tras la muerte de su amigo, que “no fue admiración por sus escritos lo que me atrajo; fue mi admiración por su pensamiento expresado en las conversaciones” (31 diciembre de 1963, pp. 969-970. La actitud de Borges en aquel primer encuentro, en el que torpemente rompió una lámpara, fue para Bioy “una gaucherie que me lo señaló como un alma gemela entre gente tan segura de sí y tan cómoda.” Esta es la historia del comienzo, henchido de detalles que dan cuenta de los pliegues secretos del relato. Borges y Bioy Casares, no encajaban dentro de los cánones de la época, caracterizada por cierto esnobismo, por ese aleteo febril y frívolo de quien borra del mapa literario a quienes han caído en desgracia en la batalla contra el frenesí moderno editorial. Ellos, en cambio, amaban la literatura y no les importaba qué se leía, qué estaba de moda. Sus lecturas estaban fuera del tiempo. No eran oportunas ni oportunistas. Su amistad se sabía emergente de ese amor a la literatura, en el seno de aquel mundo paralelo en el que tiempo y espacio se desdibujan, en un ir y venir hacia la inocencia de la infancia y el voraz acercamiento a los escaparates del paraíso borgeano. Tan fructífero y definitivo fue ese primer encuentro, como aquel segundo, que redobló la apuesta poniendo en juego la imaginación en la construcción conjunta de sentidos. Las notas al pie de aquel encuentro, constituyen en si un relato, que habla de un viaje definitivo e inascible. Es el viaje que emprenden el autor de Historia de la eternidad (1936) y La invención de Morel (1940) a la estancia de Pardo, El Rincón Viejo, de los Bioy. La casa estaba en ruinas y la calefacción era exigua. En ese ámbito de novela medieval redactaron un folleto para La Martona, la empresa de los Casares, y comenzaron a idear una serie de posibles textos para escribir en colaboración. Lo asombroso de este hecho es que, efectivamente, fue el primero de una serie de textos que escribieron juntos.
Silvina Ocampo, en no pocas de sus abundantes autobiografías, contaba que se enfurecía con las carcajadas de ambos, encerrados escribiendo. Dijo alguna vez, “parecían dos chicos, dos chicos idiotas”. Esa desmesura es otro de los enigmas que supo atesorar esta amistad. ¿Por qué ese deslizamiento tan vertiginoso hacia el humor? A Borges claramente lo movía un espíritu sarcástico rebelde, a Bioy quizá la espontaneidad de una adolescencia trunca. Ellos mismos nunca lo supieron. Bioy solía decir que lo que escribieron fue una prueba de cómo se puede fracasar al emprender un proyecto literario. La idea original era escribir cuentos policiales con una trama rigurosa, siguiendo el modelo de la escuela inglesa. El resultado era tan remoto de esa idea original que resulta absurdo no preguntarse qué fue lo que ocurrió realmente. Es probable que no pudieran escribir juntos, pero en el proceso infructuoso de intentarlo, se encontraran sumergidos en una intensa felicidad que les impedía renunciar al proyecto. Dominados uno por el otro, fueron finalmente subyugados por un otro, un tercero, que dictó letra a letra las desopilantes ocurrencias que provocaban las carcajadas de esos esclavos, felices escribas. La mutua simpatía se convirtió en amistad. Fue decisiva una discusión literaria que sostuvieron una de las noches en la estancia. A Bioy le sorprendió que Borges argumentara a favor de un arte deliberado: “Tomaba partido con Horacio y con los profesores contra mis héroes, los deslumbrantes poetas y pintores de vanguardia”. El resultado fue que “al día siguiente, a lo mejor esa noche”, como Bioy recordó en sus Memorias, se “mudó de bando” y se acogió a las ideas de Borges. Muchos ven en esta conversión un cierto efecto halagador para un Borges que se encontraba en un período de aislamiento literario, frente al imaginario abismo de la muerte como escritor. Y para Bioy, el camino inigualable de un Borges persuasivo, que se convertiría en el catalizador de su imaginación creadora. El autor de Plan de evasión (1945), se volvió el hombre de confianza de Borges, una posición que mantuvo casi por el resto de la vida de su amigo.
A principios de 1940 la amistad entró en una nueva fase cuando Bioy se casó con Silvina Ocampo y se fue a vivir a Buenos Aires en un amplio departamento del elegante Barrio Norte. Se desarrolló una especie de ritual: Borges pasaba por allí casi todas las noches, y después de cenar él y Bioy trabajaban en algún proyecto literario. El placer era ver a Borges bajar la guardia en esas reuniones íntimas y mostrarse ingenioso, cargado de chismes maliciosos e inventivo en los juegos que ideaba para poner a prueba la amplitud de las lecturas de los comensales. Durante estos años empezó la colaboración en los cuentos de don Isidro Parodi y otros textos, como también en varios guiones cinematográficos. Los textos que escribieron juntos (muchos de ellos con los seudónimos de H. Bustos Domecq y B. Suárez Lynch) eran concebidos por ambos como diversiones, casi como una extensión por escrito de las conversaciones que Bioy luego registraría en su diario. Cuando publica su diario, los seguidores de la trama secreta de esta amistad literaria esperaban grandes revelaciones, páginas que aporten algo de sustancia a la biografía de Borges. No pocos, condenaron la obra más por la falta del típico cholulismo argentino que por las interminables opiniones sobre una enorme cantidad de obras o autores allí vertidas, sin contar las notas extraordinariamente desconocidas. La verdad es que detrás de esa ausencia de un añorado Borges cotidiano, yace una presunción irresoluta, aquella que pretende ubicarlo en alguna de las categorías y estándares conocidos. Las conversaciones de quien nos legara obras con aportes que exceden lo literario, como El otro, el mismo (1964), eran de un tipo diferente, de aquellas que se regocijan en la sapiencia y el eterno retorno de un juego de saberes y sensaciones, en un plano de encuentros, desencuentros o yuxtaposiciones. Dialogos, que por momentos son soliloquios, el estallido de la espontaneidad misma de quien se sabe hacedor de mundos.
El Borges (2006) de Bioy, nos permite apreciar hasta qué punto la biblioteca de su padre seguía siendo el hecho capital de su vida: el espacio donde había estado recluido hasta los once años en vez de asistir al colegio con otros niños, una especie de salón de juegos donde el niño solitario pasaba largas horas. Dirá Borges sobre sus largas e irrepetibles, por lo políticamente incorrectas, ocasiones verbales "Todas estas polémicas literarias son como efusiones de sangre en el teatro: después nadie muere." Entre metáforas impenetrables, parodia y sarcasmo, fluyó esta amistad, que desde la pomposidad del lenguaje de quienes son concientes de su extraordinaria sapiencia, exorcizaban los demonios de su juventud en el acto de citar y recitar, o emitir juicios sobre escritores vivos y muertos, sobre amigos, rivales y enemigos del mundillo literario en que se movían.
Por. Lic. María Florencia Barcos