Opinión28/12/2017

Balance del año, en una Argentina llena de dolores

Como cada fin de año, al desborde anímico cuasi natural que padecemos como habitantes de un mundo convulsionado que ha perdido su norte, ese que nos atiborra la agenda de un sinfín de trivialidades, los argentinos le sumamos nuestro toque extremista, tan extraño como incomprensible para el mundo.

Contamos con un historial de instantáneas que gritan de dolor por el desmembramiento de los lazos sociales. Pero quizá, el espectáculo dantesco al que nos están acostumbrando los medios en los últimos días, nos ubique ante un estado de profundo corte del cuerpo social, tan hondo como la vacuidad de las ideologías que lo impulsan. Nos revolcamos en un sentir privatizado que se manifiesta en la democrática, por lo generalizadamente mayoritaria, lucha del sálvese quien pueda; un clima que dejo de ser de época para tornarse una constante definitoria en un país que aún no sabe cómo ser Nación. Heridos de muerte, insistimos en salir de la trinchera buscando una inmolación que haga de la ruina un eterno retorno de sí misma.

Las calles se han tornado el espacio por excelencia de una cacería incesante, en la que seres esclavos de matrices de pensamiento impuestas, se disputan las pulseadas de una presa que no saben bien cual es. En medio de la noche que se cierne sobre nuestra Patria, pareciera que el dedo que tapa el sol no es otro que el capitalismo salvaje con su innata perversidad. Imaginario tan fútil como infantil que solo inmortaliza la ceguera, pues nadie parece ser el hacedor del monstruo que se cuela en la cotidianeidad. Resultamos tan incapaces de descubrir sus cabezas como de mirarlo a los ojos para identificarnos en lo que de nosotros guarda su retina. La intrínseca división dicotómica parece seguir escabulléndose al análisis de quienes osan atribuirse el título de intelectuales, esa misma que para el sentido común se erige como natural. Reducidos al estado de animalidad, de instintos que no saben de pactos sociales de convivencia, la calle y el discurso que la crea, estallan los sentidos del “matar o morir”, metafórico en el mejor de los casos.



Piedras, palos y violencia verbal

En esta historia de dolor, que nació del justificacionismo de la violencia como medio de expresión, el disfrute del padecimiento y el desconsuelo ajeno cobran una especie de legalidad, una realidad cuyo núcleo no se discute en ese ficticio evitar caer de uno u otro lado de la montaña del odio. Con un entramado social hecho trizas, resulta cuasi ridículo preguntarnos, ¿cuáles eran las instituciones de la democracia que se suponía vendrían a poner fin a la violencia como medio y fin?; esas que sin importar el color político todos los argentinos acordamos representarían la voluntad del NUNCA MÁS un compatriota muerto, herido, perseguido, acallado por ser o pensar diferente. Nadie cumplió el pacto, quizá porque desde siempre muchos ni siquiera lo querían.

Aunque nos resquebraje el alma, debemos empezar a creer en la materialidad de ideologías cuyo horizonte fue siempre la conflictividad como instancia necesaria en una especie de desenvolvimiento de un ser social superior al existente. Con ideas vetustas, se lanzaron una vez más a una lucha de poder por medios igualmente arcaicos: las piedras, los palos y la violencia verbal que anhela negar al otro como interlocutor. En ese teatro de operaciones, la barrera de seguridad, ese muro de contención herido de prejuicios y resentimientos injustificados, excretados del sentido de humanidad, solo fue una velada intención de ocultar el atropello a la democracia reinante en uno y otro espacio.

Las redes, ese no espacio que simulan ser el altar de la comunicación, avivaban las llamas que las consumían como espacio de encuentro, en ese ir y venir pendular del clásico boca-river político, que habla de una derecha y una izquierda tan desdibujadas como desvirtuadas las cargas semánticas que algunos se empecinan sostener. Hace tiempo que la realidad es un cúmulo de despropósitos, líderes que han perdido la vergüenza y un pueblo que, navegando en las peligrosas aguas del analfabetismo crítico, es capaz de argumentar lo inexplicable en pos de alcanzar el mero objetivo de imponerse al otro. Allí, entre los escombros de la memoria, en los intersticios de discursos descalificadores del sentido mismo de lo humano, yace nuestra sociedad, indolente ante el sufrimiento propio y ajeno. Sin un horizonte común, ni un lenguaje conciliador, marchamos como zombies al abismo de la deshumanización. Los cantos de sirenas que hablan de causas justas y fines que están más allá y más acá de los medios, nos dejan ciegos y sordos ante la diversidad, esa misma que otrora nos hizo únicos, que calaba hondo en el sentirse argentino y que hoy es solo un enemigo más.

En la casi perpetua vigilia, lágrimas de bronca queman los cansados ojos de quienes aún recuerdan el esfuerzo y empeño puesto en aportar su granito de arena en la construcción de un futuro diferente. Ellos, nuestros abuelos y bisabuelos, que supieron del calvario de perderlo todo, emigrar sin afectos ni bienes, para empezar de cero en un lugar alejado de sus raíces pero que supieron hacerlo su hogar. Nuevamente el hastío de ver las ruinas, esta vez ya sin fuerzas para reconstruirlas, impotentes ante hijos y nietos que parecen no haber aprendido nada del pasado insistiendo vehementes en llevar el irracionalismo al límite. Les fallamos. Fracasamos. Faltamos a la palabra empeñada en aquel momento de lucidez en el que entendimos que la paz se construye diariamente, en los pequeños actos de convivencia, lejos de tratados artificiosos hechos de una materia diferente.

Juramos olvidar la enorme alucinación que nos había desviado, dedicamos 12.410 días, 297.840 horas a reponer las fuerzas que habíamos malgastado en el delirio. Pero olvidamos recordar que con cada grano que pasaba de uno a otro lado del reloj, debíamos esforzarnos por encontrarnos con el otro para poder construir. Esperamos ingenuamente que tras la declaración del NUNCA MÁS, y la restitución de la democracia como sistema, todo fuera perfecto. Para desgracia nuestra nos fallan las verdaderas columnas de la autenticidad. No pasamos de las buenas palabras, de las meras intenciones, de las mil declaraciones políticas que se ahogan en la demagogia. Aún no colocamos al ser humano como prioridad social. En este clima hostil, resulta absurdo enhebrar sueños, generar anhelos que nos permitan trabajar en común y edificar así otro país más habitable fundamentado en la justicia.




Es indudable que si no peleamos por acabar con la podredumbre, al final formaremos parte de ella. Gradualmente, nos hemos acostumbrando a esta realidad ahogando en el olvido los años de aprendizaje. Nuestra victoria originaria y la paz que traería consigo, quedaron empañadas de hastío, ese mismo que hoy debe interpelarnos a batallar contra la indigencia física y moral, la infelicidad, el egoísmo y la violencia que de él brota, para empezar a transitar un camino diferente en el que dejemos de perpetuar aquello que anhelamos dejar atrás.

Por
Lic. María Florencia Barcos, para InformateSalta