Día del Maestro: Enseñar en parajes recónditos, la misión de Pablo Lihuén
Hay profesiones que sin vocación son imposibles. En este día donde se recuerda y resignifica la figura del docente te acercamos la historia de Pablo, un joven maestro que pasó sus últimos años en Chicoana, Santa Victoria Oeste y Cachi enseñándole a sus pequeños mucho más que lo que dicta la currícula.
A mediados del 2018 comenzó a circular en diferentes medios y redes una postal que rápidamente se propagó: enmarcado en un paisaje teñido de blanco, un niño de 6 años caminaba largas horas para llegar a su escuelita en la localidad Leandro Alem de Misiones. La imagen hizo que muchos, desde la comodidad del hogar, reflexionaran en torno a la educación en lugares alejados de los neurálgicos centros urbanos. Pronto, y con la ingratitud propia de la fugacidad periodística, la gente se olvidó de esta imagen del pequeño Axel Yamil Atúnez.
Hoy, ante una nueva celebración por el Día del Maestro, decidimos trasladar aquella postal a nuestra provincia, ya que a lo largo y ancho de Salta son numerosas las instituciones que se levantan en lugares que quedan fuera del imaginario de cualquiera que se encuentre leyendo estas líneas.
Como factor común e hilo conductor en esta historia, está la elección de Pablo, un joven maestro que actualmente enseña en tres escuelitas en las entrañas cacheñas de los Valles Calchaquíes y que a cada paso revalida su decisión de enseñar y aprender junto a los niños de estos parajes.
Pablo Rodríguez tiene 31 años y, a pesar de no gustarle las etiquetas y títulos, es docente de artes visuales y fotógrafo. Para muchos de sus conocidos es “Lihuén”, el pseudónimo que eligió hace años partiendo de un personaje que inventó en un cuento cuando era niño y que le recuerda a su niño interior.
Mientras disfruta de su tarde libre a orillas de un río en Cachi, Pablo nos cuenta cómo es que llegó a ser docente en áreas rurales y cómo lo vive. “Mi primer acercamiento a la carrera no fue por la docencia en sí, sino buscando medios de expresión porque sentía necesidad fuerte de expresar. Mi primer acercamiento fue la escritura, a veces cuentos, prosas, todo de manera intuitiva y abstracta, llena de símbolos”, nos cuenta.
Esta pulsión creativa hizo que durante su niñez y adolescencia buscara diferentes medios de expresión, como cuando de pequeño tomaba fotos “con una camarita tipo cajita de fósforos” a su abuela y su jardín. “En ese momento lo hacía sin asociarlo al arte”, explica. A estos primeros pasos sacando fotos, escribiendo relatos, se le sumó su natural inclinación por dibujar.
Finalizado su paso por el secundario, decidió inscribirse en la carrera de psicología, aunque pronto se dio cuenta de que su camino era otro. “Siempre me interesó el lado interno, emocional y psicológico del ser humano. Buscar, explorar y comprender los fenómenos internos que atravesamos las personas, como los pensamientos, las emociones y estados de consciencia".
"En las clases me abstraía dibujando y me di cuenta de que tenía una necesidad muy fuerte de sacar algo afuera, que en ese momento no sabía que era”.
En esta instancia y luego de participar de distintos talleres de dibujo, fue que supo de la existencia del Profesorado de Arte, lugar en el que desembarcaría tiempo después. “Ahí descubrí otros canales de expresión y empecé a darme cuenta de que había otros canales para poder sacar afuera lo que hay dentro, esa fue siempre mi búsqueda: Hacer visible la emoción, sacar lo de adentro y plasmarlo en este plano terrenal y alivianar mis procesos internos”, nos dice.
Sin embargo y pese a haber encaminado sus estudios, Pablo mostraba cierta reticencia por la docencia: “Ser profesor era una idea que no me gustaba cuando era chico, incluso lo discutía con un profesor de Química que me abrió la cabeza, me marcó mucho la vida y me ayudó a encontrarme conmigo mismo”, recuerda.
Avanzando en la carrera con su intención de conocer más acerca de la pintura y sus técnicas, descubrió que le apasionaba el profesorado: “Es algo que hice con mucha pasión, me di cuenta de que me sentía en casa, me encontré con gente que tenía una búsqueda parecida”, relata.
“En el Tomás Cabrera conocí más canales de expresión, dibujo, pintura, escultura… Descubrí el placer por el contacto directo entre mi mundo emocional y la materia”
Crisis: Crisálida y transformación
Finalizado su paso por el profesorado y ya con su título en mano, Lihuén no sabía qué hacer: “entre en crisis, yo quería hacer arte, por eso seguí con la fotografía de manera intuitiva, siempre movilizándome por la naturaleza, su armonía y geometría”, sintetiza. “Me costaba imaginarme en el rol de profesor. No me sentía una persona que posea el saber y que podía estar frente a otros para decir cómo son las cosas”, añade.
De esta forma pasó un año y medio trabajando con la fotografía en diferentes contextos, hasta que un día decidió empezar a dar talleres libres: “De esa forma eran espacios para compartir horizontalmente y así la vida me llevó a trabajar con niños, que vibran de manera particular, con creatividad, curiosidad y magia”. Motivado por este contacto con los niños, finalmente decidió inscribirse en el Ministerio de Educación, pero con la clara idea de enseñar en pueblos, ya que por el entorno natural las personas están más conectadas con el medio.
Primeros pasos como docente
A pesar de estar viviendo en Vaqueros, Pablo tomó horas en una escuela de Chicoana, donde trabajaron con arte digital, intervenciones y collages. Simultáneamente enseñaba en una escuela de Barrio Solidaridad: “Fue enorme el contraste, con realidades intensas”.
Ya en 2018 se inscribió a un llamado que solicitaba docentes en Iruya, Santa Victoria Oeste y San Carlos. Al tiempo, lo contactaron para confirmarle su asignación en dos parajes de Santa Victoria: Campo la Paz y Hornillos. “Estos parajes son de difícil acceso, uno tiene que ir a La Quiaca, y volver a bajar a Salta. Son dos escuelitas en medio de las montañas, la puna y su altura y el valle”, nos cuenta Pablo. En esta instancia los desafíos incrementaron: esta decisión le significaban 4 horas de caminata diaria, haciendo camino, en lugres donde no circulan autos ni hay indicios de civilización. “Lo más fuerte de todo era la desconexión total con los medios de comunicación, no saber nada de mi familia. Eran viajes de muchas horas y perderme meses sin saber nada de nadie. Encontré una realidad super diferente, todo desierto, sin nada de civilización, a horas de distancia donde no entraban colectivos ni nada, zona inhóspita, donde no había mas de 30 personas en cada paraje”, recuerda el docente.
En este contexto, tenía 8 alumnos en Campo la Paz, mientras que en Hornillos eran aproximadamente 20 chicos. “Es un lugar muy poco visibilizado en Salta, nadie habla de esos lugares, me di con esa realidad entre las ovejas, chivos y llamas y los niños de ahí".
"Me enamoré de trabajar con esos niños, por eso elijo los pueblos o lugares alejados donde no llegan muchas cosas”, afirma con convicción.
Imagínese trabajar en un lugar donde no hay librerías, ni forma de acceder a materiales, ni insumos, ni pinturas. Ante este desafío se enfrentaba Pablo, por lo que tuvo que poner su ingenio al servicio de su vocación: “Pensé en cómo trabajar con los recursos del lugar, reivindicar las raíces de esa gente”.
Como resultado, hicieron un horno de barro, recolectaban arcilla y comenzaron a trabajar reivindicando y revalorizando la conexión de estos pueblos con la naturaleza.
La lección que va más allá de la lección (y aquí quien escribe se emociona): “Quería demostrarle a los chicos que no están en la carencia ni que les falta nada, ni que tienen nada que envidiar a la ciudad porque la ciudad está alienada y alterada llevando una vida poco sana. Ellos están viviendo la verdadera vida. Quería demostrarles a ellos que su vida es la más sana de todas y que no se pierden nada de la ciudad".
"Hay prejuicios de pobreza y carencia… ellos me demostraron que no son pobres, la naturaleza te brinda todo: alimento, enseñanza, contención, refugio. Todos los recursos están ahí, el resto es artificio. Yo iba a aprender de ellos, no a enseñarles".
Finalizado el año en Santa Victoria Oeste, Lihuen volvió a la Capital, sintiendo que ya no pertenecía a ella: “Cuando volví me sentía perdido, entre en un shock de confusión”.
Este año y luego de sus experiencias previas Lihuen fue convocado para enseñar en tres escuelas de Cachi. Mientras él vive en el pueblo, las aulas a las que asiste quedan nuevamente en parajes alejados. Uno de ellos es La Paya, donde tiene 14 alumnos; otro es en San José de Escalchi donde asisten alrededor de 23 chicos y finalmente el aula de Rancagua, donde enseña a un grupo de entre 10 y 15 alumnos. Aquí la misión es la misma: “contactar con la cerámica como medio artístico y sustento, reividicar y recordarle a la gente lo que tiene en la sangre; expresar su naturaleza, viviendo en la naturaleza, a través de la naturaleza y el contacto con la tierra. Estimular su psicomotricidad e intelecto, en el acto mágico de poder crear y recrear lo que tiene a su alrededor”, valiéndonos del testimonio de Pablo.
“Revaloricé la docencia, aprendí a compartir la educación y el aprendizaje para ver al docente como un sujeto que también aprende constantemente con quien se vincula y no alguien que tiene el saber congelado".
Entre las lecciones que este joven profesor acumula, nos dice: "Los niños me hicieron dar cuenta de que el arte es muy importante, es una necesidad humana para la expresión, la creación y vincularse con la materia. Nos ayuda y fortalece. La educación artística es necesaria porque te lleva a preguntarte quién sos, cómo pensás, cómo sentís, que sentís. El arte es una herramienta para construir identidad”.
Pablo, al estar ahora en un destino con acceso a la comunicación, visibiliza su trabajo y el de sus alumnos en las redes y coincidimos con él: “esta experiencia que merece ser vista, todos estos lugares merecen ser vistos”. Junto a su historia, celebramos la bizarría con la que los docentes llevan adelante su indispensable tarea, que sin vocación, sería imposible.
¡Feliz Día del Maestro a todos los docentes!