Sociedad Por Nicolás Cortes 20/10/2019

Maternidad

“Bendito aquel que besa en su presencia, las manos calmas de la madre y más bendito aquel que en su ausencia, reza por su eterna alma...”

Su vida siempre tuvo la textura de la calle. Entre la vereda y los cercos de su casa supo crecer mirando siempre un poco más allá del parque San Martin. Había nacido con tan poco, que nunca supo lo que es suficiente. La pobreza ni la aspereza de su mejilla, fueron impedimentos para detener semejante huracán.

Es que estaba hecha de viento, de sol, de montaña, de hierro. Unas cejas que mezclaban mucha seguridad, mente con sabiduría y conocimientos, ojos con curiosidad, piel con carácter, corazón con amores, brazos celosos, posesivos. Más cercana al trabajo que al humor. Más hermana del esfuerzo que de la apariencia, amiga del sudor sin pudor.

De repente estaba en el sillón de jefe en algún sector gubernamental y a los segundos refregando el piso, de rodillas, con las zapatillas viejas y húmedas.  En el primer descuido, horno de barro encendido, harina en la mesa y el pan caliente para la venta. Luego vinieron las humitas, las empanadas cuando muchas bocas demandaban alimento, vestimenta, educación.

Cada tarde, entre mate y mate, recuerda los cincuenta gramos de mortadela que sabía compartir con su madre una vez al mes, después de alguna ganancia cosiendo ropa, en modo de brindis. Me habla de su infancia como si siempre habría sido adulta. Quizás nunca fue niña y ahora no se quiere perder la mejor etapa de la vida.

Cuando se decidió por tener ochos hijos, la voluntad de Dios, dijo cinco. También dijo que sería brillante, líder, versátil, valiente y tendría angustias, tristezas, injusticias. Me dirán que sucede en todas las vidas, pero en ella todo se acentúa. Se escribe con mayúsculas. Convive con una desgracia aferrada a un rosario que la rescata segundo a segundo de un intenso fuego.

La mesa está servida, el mantel de punta en blanco. La casa siempre está en orden de sus manos, y los nietos juegan tratando de que su rostro esboce una sonrisa. Cada vez le cuesta más levantarse, cada día pierde un poco más el apetito, siente fatiga y mareos, es quejido constante y llanto con y sin motivos. De todos modos, la familia se sostiene por ella. Somos lo que somos por Dios pero más por ella. Aun es el pilar de un hogar que respira a la par de su pulso. Es única, indomable, inigualable, objetivamente en el podio de las mejores mujeres de nuestra sociedad aunque haya perdido el soplido, las fuerzas, el deseo.

La conocí como madre y ahora la conozco como hija.  Me encanta saber que puedo ser testigo de su infancia que no fue. Responsable de su dolor, de sus lágrimas, de sus dolores. Atender sus favores, acercarle un vaso de agua, una comida caliente, trasladarla a su médico, es tan gratificante que al menos siento devolver una pizca de cómo fue su seno, su cuerpo y sus huesos retorciéndose por mi parir.
Reconozco que nunca pude irme lejos de su falda pero también que ella siempre quiso oír de cerca, mis latidos. Pues, sí. Nunca nos pudimos dejar. Sin pactos, con Edipo o sin,  juramos amor eterno.  En su día, la celebro con vida, siempre inmensa, con sangre gallega y manos criollas, te rezo y te ruego que no te vayas nunca mama mía, toda tuya y nuestra.
 

Por Nicp Cortes