Sociedad25/12/2019

El niño

Jugaba como todo niño. Pies descalzos sobre el aserrín. Le fascinaba colocar las maderas unas encimas de otras como tratando de construir un hogar, un imperio. Su sonrisa contagiaba alegrías, su silencio paz, sus manos afectos.

Su madre no sacaba los ojos de su ser. Sentía una debilidad poco común para con él. Todas las madres tienen ese instinto sobreprotector. Pero ella sentía cosas más intensas, muy arraigadas, como un ancla, una raíz. Su parto había sido especial. Su respirar, su pestañeo, todo con un color diferente.

Tan particular como sus miles de anécdotas. Hubo un día donde su padre, luego de arduos trabajos de carpintería, había llegado con mucho cansancio y fuertes dolores en su cabeza. Molestias que venían siendo avisos y que ese día se volvieron intolerables. Estando recostado sobre una manta, encima de hierbas y arbustos, el niño se acercó y le puso la mano sobre su frente. El padre sudaba intensamente y al paso de unos segundos se durmió de manera profunda. Al despertar, no solo había dejado de padecer el cansancio y los dolores sino que también todas las heridas de sus manos estaban cicatrizados.

De todo sucedía, mientras el niño jugaba en las afueras del pueblo, con las piedras, organizándolas en formas de caminos, como si fueran senderos. Había uno que lo llevaba al río, donde le gustaba mirar el agua, los peces. Se rodeaba de todo tipo de personas, aunque prefería a los pobres. Tenía un carisma muy especial. Le apasionaba la pesca, jugar con los amigos con un objeto redondo similar a una pelota compuesta de telas, de trigales, donde debían lanzarla con el pie hacia un espacio abierto con dos palos de madera, como si fuese un arco. Me podrían decir que jugaba al fútbol y pateaba el balón como los dioses, seguramente. También tenía la costumbre de abrazar a los mendigos y enfermos.



El niño se hizo hombre y tenía seguidores sin saber cómo, ni por qué. Puede que por perseguir la justicia, curar enfermos, multiplicar alimentos, salvar almas, por preferir la miseria a la abundancia, la pobreza a la riqueza.
Siempre a su lado, su madre. Unos metros atrás, su padre. Y abajo suyo, el universo. Su nombre es Jesús. Han pasado dos mil veinte años y es el único ser vivo que con pruebas científicas, muestras tecnológicas, elementos antropológicos, testigos vivientes, sensaciones fervientes, ha resucitado después de muerto y vive, eterno.

A quien veneramos diariamente muy por debajo de la fantasía de Papá Noel, mucho después de funcionarios y gobernantes, de atletas y artistas. También llamado Rey de los Judíos, también Jesucristo, y también segundos después de las desgracias y antes de nuestras muertes, rezado e implorado como Señor Dios.  

Pd: que en esta Navidad se lo recuerde solo a Él, con simpleza, con amor y  gratitud. (Por Nico Cortés para InformateSalta)