La libertad no está en cuarentena
Una reflexión sobre la libertad en cuarentena debido a la pandemia del coronavirus en Argentina y el mundo.
Han transcurrido poco más de 200 años desde que se firmara en nombre de las Provincias Unidas de Sud América el Acta de declaración de Independencia que conformaba a las mismas como una Nación libre e independiente de los Reyes de España y su Metrópoli, poniendo fin a la opresión española sobre el territorio nacional. La famosa Acta de la Independencia era, en sí misma, la concreción de un acto de coraje, de auténtica rebelión contra el statu quo.
En un país donde reina la vacuidad, los revisionismos históricos burdos y la pauperización de la educación, libertad e independencia emergen como vocablos difíciles de asir, se tornan escurridizos, volátiles por acción y omisión, con un sentido proyectual vacilante. La historia no siempre ayuda en este punto, la distancia temporal tan vital para la ilusión de objetividad del historiador, acrecienta el abismo emocional, entre el mundo significante de nuestros antepasados y el nuestro. Sin embargo, ello no obtura la posibilidad de reconstruir el imaginario, de recuperar sus luchas, las razones por las que estaban convencidos que valía la pena vivir o morir.
Tras 180 días de aislamiento, incertidumbre y un inaceptable solipsismo presidencial, avasallador de aquellas instituciones que supimos conseguir, a riesgo de convertirnos en cómplices, es menester interpelarnos como sociedad, declarar un alto al fuego indiscriminado del Gobierno y preguntarnos ¿Qué entendemos por independencia?, ¿De qué debemos independizarnos hoy? ¿Qué tan libres somos para pensar lo precedente?
La cuarentena encontró nuestra democracia agotada, arrasada por un malestar general sin causa aparente, pero manifiesto. El clima de conflicto y polarización social se ha visto fogoneado por una década de radicalización de narrativas recuperadas del arcón de la abuela, levantando banderas contra la desigualdad y la exclusión desde atrios esculpidos por la corrupción. Con la complacencia o displicencia social, se autoproclamaron libertadores del imperio del neoliberalismo, ese que en la cotidianeidad habla de individualismos y egoísmos que atraviesan una sociedad para la que la acción colectiva y la solidaridad se circunscriben a un tiempo y espacio.
El COVID asestó un último gran golpe a nuestra confianza en las instituciones, terminando de retraer la opinión pública del escenario político, y confinando la insatisfacción con la propia democracia a manifestaciones de descontento coyunturales. Reducido por la demagogia dominante al reclamo por la limitación de la libertad de circulación y comercio, descalificado con eufemismos, etiquetado como falta de consideración e individualismo aberrante, el descontento por la representatividad y deterioro de los partidos políticos por sus crisis identitarias; quedó reducido, apagado, silenciado, obturado, banalizado.
En este escenario del viejo y afamado “divide y reinarás”,
de “miente, miente que algo quedará”,
el autoritarismo opera solapado.
El virus inoculó la excusa perfecta del estado de emergencia permanente, garantía plena para la promulgación de medidas excepcionales. Vino como “anillo al dedo” para alcanzar los objetivos gubernamentales y satisfacer ambiciones individuales. La excepcionalidad se convirtió en normalidad, una que no pocos juristas han calificado como “la pandemia de la inconstitucionalidad”. A la reforma del sistema de justicia, debemos sumarle una abultada lista de libre interpretación de la Carta Magna, como la dudosa legalidad de las restricciones de circulación por el territorio nacional, la potestad cuasi absoluta sobre la salud, el comercio y la propiedad privada. Con las funciones legislativas cercenadas, el Control del Congreso y la condena de la actividad judicial como “actividad no esencial” el Ejecutivo cierra su círculo de mismidad y auto-referencialidad, eliminando la complejidad intrínseca al funcionamiento legal de órganos pluripersonales y una forma de gobierno Republicana, Representativa y Federal.
A la tensión histórica de la Capital y las provincias, Gobierno Nacional y Provinciales, esa irresoluble por meramente aparente oposición de intereses, el Presidente no duda sumarle una mancha queriendo resolver una injusticia con otra, anunciando, en pleno pico de contagio, un cambio en la norma de coparticipación. Una gota en un mar de “manotazos” para no culminar en el último renglón de la black list del Mercado Internacional, que lejos de sintonizar con la euforia Argentina por su “renegociación de deuda”, no pierde de foco la pobreza, la recesión, el control de capitales, la recaudación fiscal ineficiente y un gasto público descontrolado. Problemas estos que lejos de las recetas harto empleadas y desestimadas en la historia económica nacional, esas que son mero maquillaje para llegar al final de los mandatos, requieren de un cambio drástico en la política económica que necesitaría, para rendir algún beneficio, más de un mandato.
Más allá y más acá del discurso de los operadores políticos de turno, que confinan la libertad a juegos de poder en la arena de sentidos individualistas, es tiempo de pensarla como la conquista de nuestros miedos, los propios, pero también los impuestos. La libertad no está en cuarentena y si, como señalara George Orwell: “La libertad es el derecho de decirle a la gente lo que no quiere oir”, es tiempo de hacernos responsables y recuperar nuestra voz, esa que tratan de acallar. Ya lo dijo Albert Camus en “La Peste”: “La libertad no es más que la oportunidad de ser mejores”, esa misma que nos quieren arrebatar al desvirtuar el sentido de la palabra mérito, una línea que ninguna sociedad puede permitir traspasar.