La curiosa historia del "Alemán Muerto", uno de los puntos más altos del mítico ramal C-14 en Salta
Una leyenda cuenta que en épocas de la colonia, dos aborígenes de la zona de Atacama, en Chile, vieron que luego de encender una fogata la tierra comenzaba a arder. Asustados, fueron por el cura párroco del pueblito de Camiña, en pleno desierto, casi entre Arica e Iquique, en el Norte Grande de Chile. Al escuchar el relato, el cura partió con los nativos hacia el lugar. Por precaución, dicen que entre sus bártulos llevó una carga de agua bendita por si la tierra ardiente era cosa de don Mandinga.
Ya en el lugar, el sacerdote comprobó que la tierra ardía al encenderse una fogata sobre ella. Pero, lejos de asustarse, levantó varias muestras de tierra y se las llevó al poblado para estudiarlas con detenimiento. Y así fue que el curita reconoció que esas tierras contenían nitrato de potasio. Luego de ello, el hombre abandonó el resto de la tierra entre los árboles de su patio, observando tiempo después que esas plantas se desarrollaban espléndidamente. A partir de entonces comenzó a utilizarse esa tierra salitrosa, primero para fertilizar los campitos del pueblo y más tarde, los campos de ultramar.
Más allá de la leyenda, lo cierto es que el auge del uso del salitre como fertilizante natural comenzó a mediados del siglo XIX y culminó a fines de la primera guerra mundial (1919). Fue cuando comenzó la producción del salitre sintético, siendo sus precursores los químicos alemanes Fritz Haber y Carl Bosch, Premios Nobel de Química, en 1918.
En la época de oro de la extracción del salitre, existió un monopolio en las diferentes etapas de Bolivia, Chile y Perú, llegando a ser estos países, los únicos productores mundiales. En Chile la explotación estuvo en manos de empresas de capitales ingleses mayormente y, en menor medida, alemanes y norteamericanos.
Si bien el auge de la explotación del salitre natural comenzó a decaer a partir de la obtención del salitre sintético, este proceso se extendió desde 1919 hasta los años 70 del siglo XX. Y así fue que entre las dos guerras mundiales, barcos cargueros norteamericanos, ingleses y alemanes llegaban hasta los puertos chilenos para transportar el producto a sus respectivos países.
En esa travesía náutica de Europa a Chile, muchos de los navíos hacían escala técnica en el puerto de Buenos Aires. Allí se reaprovisionaban antes de continuar viaje hacia el extremo sur del continente y luego alcanzar los puertos del norte de Chile, ya en el océano Pacífico.
En una de esas travesías marítimas, se cuenta que en 1930 arribó al puerto de Buenos Aires, procedente de Alemania, un navío carguero cuyo destino era el puerto de Antofagasta, Chile. Como el barco tardaría en reaprovisionarse, algunos de sus tripulantes aprovecharon la tardanza para recorrer la ciudad. Se cuenta que dos de ellos no regresaron a tiempo y cuando lo hicieron, el carguero germano ya había abandonado Buenos Aires y navegaba rumbo al Cabo de Hornos.
Los alemanes, desesperados por la situación, pidieron ayuda y alguien les dijo que podrían llegar a Antofagasta por vía férrea, ya que en Salta se estaba construyendo un ferrocarril a Chile. Ni lerdos ni perezosos, tomaron el tren a Tucumán y, en menos de 24 horas, arribaron al Jardín de la República. De allí y también por tren continuaron viaje a Salta y de aquí a San Antonio de los Cobres, localidad a donde el tren había arribado el año anterior.
Según datos, al obrador del ferrocarril que ya había sobrepasado Olacapato (Km 1.395) arribó un solo alemán, el cual se interesó en saber cómo podía seguir a Antofagasta, ignorándose el paradero de su compañero. El hecho es que en los medios de transporte que habitualmente usaban los trabajadores ferroviarios, el hombre logró llegar hasta la cabecera de la construcción del terraplenado, un lugar cercano a Caipe.
Allí, y pese a los consejos que recibió de la gente que conocía los riesgos de la Puna, el marino se empeñó en continuar caminando hacia Antofagasta. Posiblemente estaba convencido de que podría seguir la senda de los arrieros que por entonces cruzaban asiduamente la cordillera con tropas de vacunos, justamente para el consumo de miles de obreros que trabajaban en las salitreras chilenas.
Así fue que el germano, haciendo oídos sordos a las advertencias, se adentró en el desierto pero no fue muy lejos. A poca distancia de Caipe, no pudo más y falleció, seguramente acosado por la sed, el hambre, el frío y especialmente por la altura, en ese tramo, superior a los 4.200 metros sobre el mar.
Días después, su cuerpo fue encontrado en pleno desierto por miembros de una familia de apellido Alegre que vivía en Quebrada del Agua. Entre sus pertenencias se encontraron papeles que permitieron conocer sus datos personales. Se trataba del ciudadano alemán Karl Wilmer, de 28 años de edad. Además, en uno de sus bolsillos había una carta a su madre, ignorándose si posteriormente se la enviaron a su destinataria.
Luego del hallazgo, la familia Alegre sepultó a Wilmer y sobre sus restos erigió un túmulo con una cruz en cuyos brazos grabó su nombre.
Tiempo después, cuando Ferrocarriles del Estado inauguró el Ramal C-14 (20/02/1948), cerca de la sepultura habilitó un apeadero que bautizó "Alemán Muerto". Está ubicado a unos cinco minutos de la estación Chuculaqui (Km 1644), a 4.209 metros sobre el nivel del mar y a 60 kilómetros de Socompa, límite internacional con Chile. /El Tribuno Salta