“Los días pasaban sin dormir ni despertar. La vida se hacía tan monótona, que un día, era cualquier día”.
Anabel tenía la vida tan mecanizada que en los días nublados y en los días soleados la sombra era la misma. De su casa al trabajo y del trabajo a su casa, de lunes a sábados, todas las semanas y todos los meses y todos los santos años.
Casada con Mario, único novio y pareja de toda su existencia. Él, jujeño, taxista en actividad, de profesión plomero. Fanático del ocio de ver fútbol en televisión sentado con una cerveza en mano. Tuvieron un hijo, que llamaron Máximo, qué pasa sus años adolescentes prisionero de la computadora y la vida digital con ansias de ser un adulto pero sin compromisos ni esfuerzos con traumas al sufrimiento y poca gratitud a sus progenitores.
Anabel, salteña nacida en Tartagal, de profesión enfermera pero amante de la pintura. Siempre soñó con un taller, con viajes, con vida al aire libre y rodeada de la bohemia artística que nunca pudo vislumbrar.
Los días pasaban la Ciudad de Salta sin que los vientos alteren los árboles hasta que una vez una rama cayó sobre sus pies. Anabel con diario en mano, ve en la sección de búsquedas laborales una posibilidad de hacer masajes a domicilio. Ella había realizado cursos en sus meses de embarazo y nunca pudo ejercer como tal. La situación económica familiar en plena pandemia era angustiante y veía en esa posibilidad un ingreso extra más un cambio de ambiente respecto al mundo caótico de la salud pública. A todo esto, la vida afectiva empezó a complicarse debido a los constantes debates y los roces típicos de una inesperada y permanente convivencia.
Mientras incursiona en el nuevo trabajo, Anabel se vincula de manera sorprendente con Martina. Solicitante de la terapia con problemas cervicales. Viuda, de familia aristocrática del Río de la Plata, que había decidido pasar sus años adultos en el norte y encontró en Salta el mejor refugio para sus pasiones. Porteña, de rasgos afrancesados con un estilo muy refinado en sus vestimentas, en sus accesorios y formas de expresarse. Con la característica del sombrero rojo como una marca registrada. Era una apasionada del arte plástico con numerosas muestras en su haber y un sinfín de colecciones, tanto en pinturas como en esculturas.
Entre obras originales de Frida, Rivera, Berni, Modigliani, Anabel y Martina empezaron un vínculo de amistad que se fue entrelazando de tal manera que los roces y los deseos ocultos empezaron a florecer como jamás hubiesen pensado.
A pesar de los diferentes estilos de vida, de las costumbres y de sus raíces, a ambas mujeres las unía un hilo en común. La sexualidad. Una intimidad apagada, escondida y negada, tan enterrada que costaba sacar a luz un simple comentario de deseo.
Pasaron muchas noches de charlas, de té en teteras de porcelana y de pinturas al óleo sin secar. Hasta que un hubo un día que no hubo marcha atrás. Esos momentos inolvidables donde pareciera que el tiempo se detiene para que el universo sea testigo de un suceso trascendental. Mientras tocaban los lienzos para sentir las asperezas y a la vez imaginar los trazos con la misma sutileza y necesidad, Martina acaricia los senos de Anabel. Sin importar las manchas de pintura ambas se anudan en un abrazo con un roce de besos entre mejillas y labios que se encienden hasta llegar a un mordisco inmediato de labios. Era una explosión de sensaciones.
De repente el lienzo era un colchón de dos almas gemelas que se encontraron sin distinción de géneros ni tiempos ni cargos ni culpas. Los pechos se conectaban a la par que las manos se inclinaban hacia las partes vaginales. Los ventanales se empañaban y los cuerpos calientes se frotaban entre el sudor y la miel de la pasión. Había un diálogo silencioso, una música sin instrumentos, un clima templado. Todos esos factores que la naturaleza nos brinda cuando sucede lo que debe suceder.
En un abrir y cerrar de ojos Anabel no era enfermera ni esposa ni madre ni sirviente. Martina no era millonaria ni empresaria ni artista, ni pudiente. Eran simples almas gemelas dispuestas a amar, a ser amadas; a gritar que nadie de la vida, debe ser esclava/o.