



En el Horno 1 de la cárcel de Sierra Chica, en el que durante el feroz motín de Semana Santa de 1996 se cocinaron empanadas de carne humana, hoy se cuece el pan con el que se alimentan cerca de dos mil internos que permanecen tras las rejas en esta temida prisión de máxima seguridad con 144 años de historia. Lo ocurrido en los pasillos de aquella Semana Santa de 1996 sigue siendo motivo de curiosidad y estudio por parte de los argentinos.
Esta fue la rebelión más violenta y cruel de la historia carcelaria argentina; los muertos fueron mutilados y calcinados en un horno; el cráneo de uno de los líderes de una banda enemiga fue usado para jugar al fútbol; la jueza María de las Mercedes Malere fue mantenida en cautiverio; entre otras cosas.
Comenzó pasado el mediodía del sábado 30 de marzo de 1996 y se extendió durante ocho días. El enfrentamiento a muerte entre dos bandas enemigas sirvió para salvar viejas deudas y también para provocar una fuga masiva del penal. Uno de los grupos, bautizados como “Los 12 Apóstoles”, liderado por Marcelo “Popó” Brandán Juárez, fue en busca de otro que comandaba Agapito “Gapo” Lencina.
Bajo el efecto de drogas y luego de haber tomado "pajarito", una bebida tumbera que se hace con levadura fermentada, agua hervida y cáscaras de frutas, y enseguida genera un estado de excitación y embriaguez, se desató la violencia.
Popó Brandán Juárez inició todo cuando pidió permiso en la guardia para hablar por el teléfono público destinado a los reclusos. Detrás de él entró otro secuaz, con pistola en mano, sorprendió a los agentes del servicio penitenciario y los redujo. Detrás de ellos llegó el resto de los sediciosos y los tomaron como rehenes. Intentaron comenzar a trepar el muro para fugarse, pero otros guardiacárceles evitaron con disparos la huida.
La banda de Popó aprovechó la confusión para ajusticiar al primer enemigo de la otra gavilla, Hugo Barrionuevo Vega, víctima de un balazo y decenas de puñaladas.
Uno de los presos célebres detenido en ese momento en Sierra Chica era nada menos que el asesino serial Carlos Eduardo Robledo Puch, que cumplía allí su condena a reclusión perpetua. Cuentan que “El Ángel de la muerte”, para salvar su vida, se refugió en la capilla del penal. Pero él lo negó y sostuvo que se encerró en su celda junto a algunos compañeros y resistieron tomando agua y comiendo lo que habían podido racionar cuando arrancó la revuelta.
Cuando se conoció el hecho, la jueza María de las Mercedes Malere llegó a la prisión junto a su secretario, Héctor Torrens, y autoridades del penal, intentando negociar la rendición. “Se están equivocando, haciendo una cag… enorme”.
Los rebeldes le entregaron un petitorio y “Popó” sacó su arma, tomó a la magistrada del brazo y se la llevó, mientras una faca de uno de sus laderos presionaba la cintura de su secretario. A ambos los juntaron con otros rehenes rivales en el pabellón 6, y al otro día la jueza fue destinada a una celda custodiada especialmente. No fue todo, llegaron a trasladarla hasta la parte alta del penal y arengaron que la arrojarían si no terminaba la represión que estaban ejerciendo los penitenciarios en medio de la rebelión.
Siempre se tejieron infinidad de versiones y especulaciones relacionadas con lo que terminó sucediendo con ella cuando la tenían como rehén. La jueza jamás rompió su silencio. Ni siquiera en el debate oral donde los amotinados fueron condenados mencionó detalles, solo atinó a decir: “Fue una situación límite, extrema”.
Eduardo Duhalde era gobernador y hasta pensó en tomar la cárcel por la fuerza. Luego desistió, por las muertes que seguramente provocaría una decisión apresurada. El ambiente era una verdadera locura. Mientras tanto, los amotinados enardecidos, y la magistrada como botín de guerra, pedían autos y armas para poder escapar y hasta un helicóptero para asegurar la fuga, amenazando con “matar a todos, hasta a la jueza si hace falta”, vociferaron el 5 de abril, amenazando si no le cumplían con el petitorio “Los 12 Apóstoles” trepados al techo del pabellón 11 desde donde dialogaron con los medios periodísticos presentes. “Hay heridos graves y todo se va a pudrir más si no cumplen”, subían la apuesta.
Adentro se vivía un infierno, hubo ocho muertos entre los que destaca Agapito Lencina, líder enemigo que resistió a punta de pistola pero fue ultimado de un tiro y varias puñaladas.
Los Apóstoles daban órdenes y al que se negaba a despedazarlo, lo asesinaban apuñaladas. Con el cuerpo de “Gapo” cocinaron empanadas de carne, y con su cabeza, que hicieron rodar por el piso, llegaron a jugar al fútbol. “Todo el que se rebelaba contra los ‘porongas’ iba a parar al horno de la panadería”, se ventiló en el juicio.
Todos fueron mutilados a hachazos, sus restos volcados en ollas y cocinados en el mencionado Horno 1 de la panadería como relleno de empanadas. Fueron comidas por guardiacárceles y rehenes que luego se enteraron de este involuntario canibalismo.
El Domingo de Pascuas llegó la rendición. Habían estado liberando rehenes. Los detenidos pedían que se aceleraran sus causas en los casos de los presos sin condena. Exigían que se les aplicara el famoso “dos por uno” (computar doble el tiempo de encierro a los que no tenían sentencia) y que se los trasladara a una prisión federal, porque temían sufrir represalias por los asesinatos que ejecutaron, ya que era vox populi lo que vendría.
En febrero de 2000 se realizó el juicio por primera vez en una cárcel, la de Melchor Romero, con 24 implicados, porque a los Apóstoles se sumaron otros doce por participaciones diversas en los hechos.
Los detenidos permanecían en sus celdas y seguían el desarrollo a través de monitores. Se utilizó por primera vez un sistema de transmisión de imágenes y audio, con los acusados encerrados en tres celdas a unos 200 metros, de donde los jueces tomaban las declaraciones.
Los nombres de los condenados y sus sentencias fueron escuchados con profundo silencio en la propia cárcel: Marcelo Popó Brandán Juárez, Jorge Pedraza, Juan Murguia, Miguel Acevedo, Víctor Esquivel y Miguel Ángel Ruiz Dávalos recibieron reclusión perpetua. Ariel Gitano Acuña, Héctor Galarza, Leonardo Salazar, Oscar Olivera, Mario Troncoso, Héctor Cóccaro, Jaime Pérez y Carlos Gorosito Ibáñez, 15 años de prisión. Daniel Ocanto y Lucio Bricka, 12 años. Alejandro Ramírez resultó absuelto y Guillermo López Blanco apenas recibió seis meses de pena.









