



Hay nombres que parecen contener destinos. “Matías” —diría Borges— podría ser el eco de una historia que se repite en el tiempo: la del hombre que se eleva desde la humildad, no por ambición sino por amor. Nació en el Barrio Santa Ana, en la ciudad de Salta Capital, entre risas y carencias, en el seno de una familia de ocho hermanos. Era uno más, pero distinto. En las fiestas del barrio, cuando la música callaba y el alma del pueblo parecía dormida, Matías encendía la alegría como un fuego simple y eterno. Por eso, desde chico, lo llamaron así:
Alegría. Aquel joven de sonrisa franca no conocía el lujo, pero sí el valor del esfuerzo. Trabajó, soñó, y un día decidió cruzar el mapa para desafiar su propio destino. México lo esperaba, y él llegó con una valija, una esperanza y una promesa: construir un futuro mejor para Luciana, su única hija. Monterrey fue su nuevo escenario. Allí aprendió los códigos, las costumbres, los sabores picantes de una tierra que lo adoptó sin condiciones. En Cancún, sus grandes amigos Larissa, Gustavo y Tania lo bautizaron cariñosamente como “el argentino regio”, y Matías correspondió al gesto con el corazón entero y los mejores asados que ellos jamás hubiesen imaginado. Se dedicó al turismo. A la palabra, al encanto, a la venta de sueños empaquetados en forma de viajes. Con los años, fue reconocido como mejor vendedor de México, en muchas oportunidades, y no por estratega, sino por su don de gente. Porque Alegría no vendía destinos: invitaba a vivirlos.

Pero detrás del brillo del éxito, siempre estuvo la razón primera: su hija Luciana, su pimpollo, su flor del alma. Todo cuanto hizo —cada comisión, cada jornada extendida, cada sonrisa vendida al cliente— tuvo un propósito: el futuro de su niña. Allí, Luciana creció, estudió y, gracias a la determinación, esfuerzo y apoyo de sus padres, logró convertirse en médica.
Y con cada apuesta —maestrías y diplomaturas que alimentaban la ilusión de MATIAS—, ella deslumbraba a la Universidad Anáhuac con sus impecables calificaciones, recibiendo así honores del CENEVAL (Centro Nacional de Evaluación para la Educación Superior), destacando su desempeño como sobresaliente. Diría Borges que en esas notas brillaba “una música secreta del mérito”, ese fulgor que no pide permiso y, sin alardes, se impone.

Durante la pandemia, cuando el turismo se detuvo y el mundo pareció apagarse, Matías —Alegría— se reinventó. Buscó, creó, vendió, trabajó como si la esperanza tuviera su nombre. Y lo logró. Porque mientras el mundo se encerraba, él abría caminos. A días de recibir el título que tanto anhelaba para su bebé —este 6 de noviembre defiende su tesis—, Matías partió de una manera inesperada; se desconectó de este mundo, mostrándonos la fragilidad de la vida, cual fino cristal que se trizara en los mares del Caribe. Hoy, su historia resuena como una parábola moderna: la del hombre que transformó el sacrificio en alegría, la pobreza en legado, y la distancia en amor. En Matías, el argentino que abrazó a México, vivían la sonrisa de un niño de Santa Ana, el orgullo de un padre y el reflejo de un amor al que nunca le soltó su mano, aun desde lejos. Porque la felicidad, cuando se comparte, nunca se exilia. Matías, te vamos a extrañar. Tu princesa Luciana y tus hermanos.






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